Waterloo

Esto es Waterloo. A unos 15 kilómetros al sur de Bruselas, que son media hora en coche porque las périferiques de la capital europea siempre están atascadas. El viento menea las melenas en las campas de la guerra según bajamos del coche.

Tenemos que elegir a cuál de los dos prohombres visitar primero. Así que, fiel a mis principios, guiado por la rebeldía contra esta actualidad onírica que inunda los periódicos, decido rendir mis respetos a Napoléon a los pies de la Colina del León antes que al otro petit cabrón -en feliz expresión de Pérez Reverte-. Carles Puigdemont puede esperar.

Además, es que no dispongo de cita previa. De modo que, puestos a priorizar, opto por dejar para luego al emperador de los sueños secesionistas y agasajo primero al que se batió en los campos de batalla... y se la jugó de verdad.

La Colina del León preside el Memorial de la Batalla de Waterloo, en las afueras de la localidad belga. ADP

Pero a quién le importa lo que un periodista reflexiona ante el pedestal del León, situado en la cima de la colina donde la guerra selló el fin de la grandeza napoleónica. En una sola batalla, el 18 de junio de 1815, se acabó el mito: en proporción, poco más o menos, lo que duró la república de pega de Puigdemont el día que la proclamó con freno y marcha atrás, el 10 de octubre de 2017.

Así que un rato después de rezarle al corso, nos asomamos a los ventanucos del chalet del 34 de la Avenue de l'Avocat, en busca de la melena rebelde del mítico expresident, el 130º de la Generalitat, el soberano de los ocho segundos.

Waterloo es un municipio chiquitín, que explota muy poco su toponimia histórica y prefiere el pragmatismo: aloja a algunos ricos de la zona y a varios altos funcionarios de las instituciones europeas en sus arrondissements residenciales.

En uno de los más selectos, a la vuelta de tres giros desde la Rue de l'Infant, un lazo mal atado pero inconfundiblemente amarillo cuelga del pomo de una puerta blanca. Es el umbral de la Casa de la República Catalana.

La flojedad del oropel anticipa la decepción. Y es que en lugar de llegar a la casa de tot un poble, el de los catalanes liberados por un instante -lo que tardó Puigdemont en proclamarse imperator dels països catalans y quitarse de un golpe la corona-, uno se ve más ante la fortaleza de un líder acorralado.

Cuatro cámaras y un timbre

Lo cierto es que la casa de Puchi se sitúa entre el campo de batalla y lo que los mapas del lugar señalan como los últimos cuarteles generales de Napoleón. Cuatro cámaras de seguridad nos vigilan; dos carteles de prohibido aparcar nos advierten; una cadeneta de plástico malo nos cierra el paso, y un botón discreto -sin interfono- es la única conexión de este palacete de 550 metros cuadrados en dos alturas.

En lo alto, un ventanuco airea el segundo piso en posición oscilobatiente. Y, aunque la planta baja evita los escrutinios del curioso, arriba sí se han corrido las cortinas para dejar pasar la luz, plomiza, de un otoño centroeuropeo, es decir, anticipado. Pero, a pesar de las señales de que hay vida ahí dentro, nadie contesta.

Un rato antes, cuando subíamos al coche, aparcado junto al barrio europeo, lucía un buen sol, aunque fresquete. De ésos que ya no calientan en estas latitudes que hace unos siglos se sometieron a reyes españoles y ahora nos mandan fondos de rescate a condición de que nos rindamos.

Sin embargo, ya ante la Colina del León que preside los campos donde Napoléon se arrodilló definitivamente, nos habían recibido unas nubes grises y pesadas. Parecían querer recrearnos el escenario lóbrego de estas grandes llanuras en las que hace 200 años perdieron la vida alrededor de 50.000 imberbes muchachos y sus embigotados mandos, sable en mano.

Pero en casa de Puigdemont ha vuelto el sol. Y mientras pedimos audiencia del único modo en que se nos permite, pulsando el pequeño botoncito del timbre, a nuestra espalda por fin algo rompe el silencio que reina en el barrio pijo en el que el molt exiliat pasa su pena. Nos rodea por la izquierda un Opel Astra gris pálido, conducido por un señor canoso y con barba, que se detiene a mirarnos con gesto inquisitorial.

-¡Parece Matamala!, ¿tendremos esa suerte?

Pero en el mismo momento en que empezamos a saludar con gesto humilde al presunto valido del molt honorable, éste acelera, dobla hacia un garaje contiguo y nos deja ver su calva.

Decepción, no es Jami, el amigo fiel, el firmante del contrato de alquiler de este casoplón, que también ejerce de sede del Consell per la República. Dicen que la cosa anda por unos 4.500 euros al mes: dos plantas, un garaje inferior, un jardín de unos 1.000 metros cuadrados y una gran campa de prado verde al otro lado de la ventana.

Durante los poco más de ocho meses que lleva en la Eurocámara, Puigdemont ha presentado 22 escritos a la Comisión, 18 de ellos metiéndole el dedo en el ojo al Estat opresor. Ése que le denegó su derecho a saltarse la Constitución y le pagó el sueldo de diputado autonómico hasta su toma de posesión en Bruselas en enero de 2020.

Es decir, cuando se resolvió (a su favor) el galimatías legal: no tenía la documentación preceptiva para asumir el cargo, porque él era un fugado al que se busca por sedición, malversación y prevaricación, que no había recogido su acta ya que ir a hacerlo suponía pisar suelo español y recibir los grilletes.

El periodista junto a la llamada Casa de la República, residencia de Carles Puigdemont en Waterloo (Bélgica). ADP

Sentados en los escaloncillos de la casa, desafiando a las cámaras, a la cadeneta y hasta al lazo amarillo, nos entretenemos en la página oficial de Carles Puigdemont en el Parlamento Europeo, empezando por el CV.

¡Claro! Por eso no nos atiende, quizás tenga lío con tanta ocupación: según la declaración de intereses e ingresos que firmó al tomar posesión del cargo, Puigdemont le compite en grandeza al corso derrotado hace dos siglos siete prados más allá. Además de miembro de varias agrupaciones y vicepresidente de honor de alguna cosa, es 18 veces president... de rimbombancias tan trascendentales como el patronato de dos monasterios o -no se rían del prófugo- del Observatori Català de la Justicia.

El silencio del barrio empieza a adormecernos. Y la puerta del lazo no se mueve. Carles no baja a recibirnos... Yo quería hablar con él, que me invitara a un café de la república -que se escribe igual en catalán pero a ver si sabe distinto-, intentar entenderle con un rato de conversación. Le habría preguntado si le ha merecido la pena tanta ensoñación, haber reventado las costuras de la convivencia, perder amigos y socios que ahora lo vituperan desde la cárcel... y comprobar si su exili es tan horrible como nos da a entender.

Puigdemont no tiene quien le escriba

Yo quería haberle dicho que la elección de Waterloo fue un error. Que el emperador de verdad a lo que vino aquí fue a rebelarse contra su destierro de verdad, en la isla de Elba. A jugarse el imperio por sus ideales. Y al final, a sufrir la derrota en sus propias carnes, afrontando el destino de cara. Y explicarle que, aunque él se vista de banderas y lazos, los libros de Historia no suelen glosar a los que huyen acobardados de las consecuencias de su empeño...

Puigdemont no tendrá quien le escriba. Y por eso lo hace él, ya va por dos libros de memorias. Yo le habría agradecido la invitación explicándole que la inquina con la que habla de unos y otros en este segundo volumen no es más que celos: si Artur Mas pasea libre por el barrio de Gràcia no es porque su referéndum fuera de cartón, sino porque ya pagó su multa; y si Esquerra va a ganar por primera vez unos comicios autonómicos no es por plegarse al posibilismo, sino porque Oriol Junqueras se ha comido ya tres años a la sombra.

Y le hubiera sonreído, y hasta estrechado la mano a pesar de la Covid. Pero ya nos vamos...

Mientras subo al coche, repaso las fotos ante la casa de Puigdemont, que no ha asomado el flequillo. Son las dos y pico de la tarde, ya ha pasado la hora de comer en la vieja Europa. A lo mejor es que Puigdemont estaba echándose la siesta, soñando en grande -como en ese currículum hinchado- con las glorias que no conquistó en sus ocho segundos de independencia.

Otra vez será.

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