Por estas fechas, muchos medios de comunicación, revistas especializadas y divulgadores se enfrascan en hacer sus listas de los hitos científicos del año que nos abandona. 

Enumeraciones a veces frías, otras tibias y siempre subjetivas que se suelen parecer a los inventarios ponderados de novelas, películas y series que abarrotan las redes y los telediarios.  

Hagamos algo diferente, no tanto, mas diverso. Intentaré bucear en un mar de predicciones y aventurarme con la ciencia que vendrá. Es decir, mirar al futuro. 

El próximo año no promete milagros, aunque me atrevo decir que sí cambios profundos. No tanto por un descubrimiento aislado, sino por la acumulación de avances que, juntos, alteraran la manera en que investigamos, diagnosticamos, exploramos e incluso decidimos.

La primera gran corriente es la inteligencia artificial aplicada a la ciencia. En los últimos meses de 2025 hemos visto sistemas capaces de integrar varios modelos, planificar tareas complejas y ejecutar procesos largos con mínima supervisión humana. 

En 2026, habrá avances científicos relevantes generados de forma autónoma por estas herramientas. ¡Vaya pronóstico dirás! Sigue leyendo y quizá no te defraude. 

No me refiero a simples ayudas, sino resultados con consecuencias reales. El riesgo es conocido y no menor. Ya se han documentado fallos graves: errores de razonamiento, borrado de datos y conclusiones incorrectas con apariencia de rigor. El reto no es técnico, es epistemológico. 

En resumen, la pregunta que probablemente se resuelva es: ¿cómo validamos un hallazgo cuando no entendemos del todo el camino que lo ha producido?

En paralelo, veremos un giro interesante: modelos más pequeños, baratos y especializados. Sistemas que no escriben textos ni simulan conversación, sino que razonan en lenguaje matemático y resuelven problemas concretos con menos datos. 

Este cambio apunta a una madurez del campo: menos espectáculo a cambio de mayor precisión. La inteligencia artificial deja de ser esa voz universal para encarnar un conjunto de herramientas específicas. ¡Eso es buena ciencia!

Otra línea que ganará fuerza es la edición genética. 

El año que viene podrían arrancar ensayos clínicos para terapias personalizadas dirigidas a niños con enfermedades genéticas raras. No hablo de promesas abstractas, me refiero a extensiones directas de tratamientos ya aplicados con éxito en casos individuales. El paso de la excepción al ensayo formal marcará un antes y un después. 

También se esperan estudios similares para enfermedades del sistema inmunitario. La clave aquí no es sólo técnica. Es ética y organizativa: ¿cómo escalar terapias personalizadas sin convertirlas en privilegios inaccesibles?

Si seguimos en medicina, uno de los hitos más esperados es el resultado de un ensayo masivo en el Reino Unido que evalúa un análisis de sangre capaz de detectar hasta cincuenta tipos de cáncer antes de que aparezcan los síntomas

Más de 140.000 personas han participado. Si los datos son sólidos, el impacto será enorme. Diagnosticar antes salva vidas y cambia la lógica del sistema sanitario. Obliga a repensar cribados, tratamientos y prioridades. 

Científico lleva cuidadosamente madurado de la célula a la otra placa. Istock

En el mismo campo, una pregunta flota en el éter: ¿entenderemos la metástasis? Mi predicción en este sentido es que nos acercaremos mucho a comprender este fenómeno responsable del 90 porciento de las muertes debido al cáncer. ¿El enigma será resuelto en un laboratorio español? Quizá. 

Mientras tanto, el espacio seguirá siendo un escenario central. Volveremos a ver astronautas rodear la Luna, en lo que será la primera misión tripulada de este tipo en décadas, además de un ensayo general para futuras estancias. 

Sabemos que China intentará aterrizar cerca del polo sur lunar para buscar hielo y estudiar la actividad sísmica. Japón viajará a las lunas de Marte para recoger muestras. Europa lanzará un satélite que vigilará cientos de miles de estrellas en busca de planetas similares a la Tierra. India observará el Sol en el punto más activo de su ciclo. 

No es una carrera romántica. Es ciencia estratégica. Agua, energía, origen planetario, clima espacial. Todo está conectado con problemas muy terrestres.

Y bajo nuestros pies, otra exploración avanza sin titulares escandalosos. 

Un barco de origen chino diseñado para perforar hasta el manto terrestre iniciará su primera misión científica. ¡Once kilómetros bajo el océano! Nada más y nada menos que la frontera entre la corteza y el interior del planeta. 

Entender cómo se forma el fondo marino, cómo se mueve la tectónica, cómo se intercambia calor y materia. En una frase: conocer la Tierra sigue siendo tan urgente como mirar al cielo.

Si uno junta todas estas líneas, el dibujo es claro: más datos, más velocidad, más capacidad de intervención. La ciencia que viene se nos dibuja potente, precisa e integrada con la tecnología. Pero también más exigente con nosotros. Porque cada avance técnico plantea una pregunta humana.

¿Qué significa investigar cuando una máquina puede generar hipótesis? ¿Qué implica diagnosticar antes de enfermar? ¿Cómo convivir con terapias hechas a medida en sistemas pensados para la media? 

Y una verdaderamente importante: ¿Qué hacemos con el tiempo que ganamos cuando todo se acelera?

Ahí está el punto ciego que conviene no ignorar. El progreso científico no puede convertirse en un ruido de fondo que nos empuje sin pausa. Necesitamos frenos que no sean miedo, sino cuidado. 

Hablo de más debates serios sobre salud mental, sin trivializarla ni convertirla en etiqueta. Una defensa inequívoca del tiempo lento, de la atención profunda, del cuerpo que también piensa. Comenzar a preguntarnos sobre qué significa decidir, crear y amar en un mundo mediado por máquinas que imitan —cada vez mejor— nuestra voz.

La ciencia del próximo año será fascinante. No lo dudo. Pero su verdadero valor dependerá de algo menos medible: nuestra capacidad para integrarla sin perdernos. 

Avanzar no consiste únicamente en llegar más lejos, también se trata de no olvidar quién camina.