A veces pensamos que hay batallas absolutamente ganadas porque dejamos de escuchar los disparos. La resistencia a los antibióticos es una de ellas.
Una guerra silenciosa que comenzó antes de que muchos de nosotros naciéramos, luego se transformó en rutina, salvó vidas… y ahora vuelve. Mas, no es una exageración de quien escribe: la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha vuelto a levantar la voz: ¡nuevas cepas hiperresistentes están circulando en varios continentes!
Cerca de cien años después del hallazgo de la penicilina, una de cada seis infecciones no víricas es "inmune" a los antibióticos disponibles. Las bacterias y otros patógenos se han hecho resistentes tras evolucionar, adaptándose a las tácticas de su verdugo.
Los datos son tozudos, entre 2018 y 2023, la resistencia a los antibióticos aumentó en más del 40% de las combinaciones de patógenos y antibióticos monitoreados por la OMS. De hecho, en el nuevo Informe Mundial sobre la Vigilancia de la Resistencia a los Antibióticos 2025 se reporta un incremento anual de entre el 5 al 15%.
En algunos hospitales, tratamientos que hace cinco años funcionaban hoy, como dirían los anglosajones, "no mueven la aguja". Infecciones comunes —una neumonía, una infección urinaria, una herida mal curada— empiezan a comportarse como adversarios del pasado. Es la señal más clara de que podríamos acercarnos, si no hacemos nada, a una era pre-antibiótica. Es decir, volver a la época en la que una simple infección detenía la vida.
Vayamos por partes.
Para entender dónde estamos, hay que recordar cómo llegamos hasta aquí. Los antibióticos transformaron la medicina y alargaron la esperanza de vida. Antes de penicilina, una fractura abierta podía ser sentencia. Una cesárea, una ruleta rusa. Una faringitis bacteriana, una amenaza real.
Con la llegada de los antibióticos, el riesgo se redujo: la cirugía se expandió, la oncología se atrevió a tratar, la neonatología se hizo posible. La ciencia curó las infecciones y, de paso, reorganizó el mundo.
Pero toda victoria tiene un punto ciego. Los antibióticos funcionan porque matan o frenan a las bacterias. Y las bacterias sobreviven porque mutan, intercambian genes y se adaptan. Son organismos de una eficiencia brutal: millones de generaciones se suceden mientras nosotros completamos una semana de trabajo. Su capacidad de adaptación es exponencial. ¿La nuestra? Demasiado lenta.
Dicen que cuando Alexander Fleming recibió el Nobel por la penicilina, dejó un aviso premonitorio: el abuso del antibiótico generará resistencia. Tenía razón. La resistencia no es un error de la ciencia; es una consecuencia de su éxito.
Hoy, ese éxito se tambalea.
La OMS distingue tres categorías de patógenos resistentes, y en la categoría crítica —las bacterias que pueden colapsar sistemas sanitarios— hay nombres que empiezan a sonar demasiado familiares: Klebsiella pneumoniae, Acinetobacter baumannii, Pseudomonas aeruginosa. En muchos hospitales, estas bacterias sobreviven a los antibióticos más potentes, incluidos los carbapenémicos, que son el último recurso para los médicos.
Un gran grupo de cápsulas variadas, píldoras y ampollas.
En paralelo, la gonorrea resistente se expande en varios países asiáticos y europeos. La tuberculosis multirresistente repunta en regiones sometidas a inestabilidad política. Y hay informes recientes desde África y Oriente Medio alertando de estafilococos que ya no responden ni a combinaciones consideradas infalibles.
Lo más inquietante es que la resistencia no crece sola: lo hace alimentada por nuestras decisiones fácilmente numerables. El uso excesivo de antibióticos en seres humanos. Su uso indiscriminado en ganadería. El abandono temprano de tratamientos. La venta sin control. La falta de nuevas moléculas. Al final del día, cada factor aporta un ladrillo a esta muralla ya muy visible.
La ciencia conoce el problema, pero eso no significa que sea sencillo solucionarlo. Desarrollar un antibiótico nuevo es complejo, caro e incluso poco atractivo para la industria. Pensemos en un ejemplo: un fármaco contra el colesterol se toma durante años. Un antibiótico, cinco días. Las cuentas económicas no salen. La industria prefiere invertir en tratamientos crónicos y biológicos de alto retorno.
Mientras tanto, seguimos gastando un recurso que ya es limitado. Cada vez que usamos un antibiótico de forma inapropiada, empujamos a una población entera de bacterias a seleccionar variantes más resistentes. No lo vemos en ese instante, pero la evolución trabaja sin descanso. En silencio.
Volver a una era pre-antibiótica no significa retroceder a 1920. Significa algo peor: convivir con bacterias que conocen nuestros movimientos, que han "aprendido" de todas nuestras armas y que se transmiten con la facilidad que solo un siglo de globalización permite.
En neonatos, infección sin antibiótico es tragedia. En oncología, donde las defensas bajan por la quimioterapia, sería inasumible. En cirugía, cada intervención volvería a ser un acto heroico, como antes. Y en infecciones respiratorias o urinarias, serían los grupos vulnerables los primeros en pagar la factura.
Aun así, incluso en esta sombra, asoma la luz.
La resistencia también nos ha activado. En los últimos años han resurgido tres caminos. Los fagos, virus que infectan bacterias, moldeados con precisión para atacar patógenos concretos. Los antibióticos "inteligentes", que actúan por mecanismos menos vulnerables a la adaptación bacteriana. Y, en último lugar, la terapia combinada, donde varios fármacos actúan coordinados, dificultando la evolución de resistencia.
También hay avances en diagnóstico rápido: pruebas que identifican en minutos si una infección es bacteriana o viral, evitando así tratamientos innecesarios. Además, tenemos herramientas genómicas capaces de anticipar si un patógeno se hará resistente antes de que lo haga.
Sin embargo, ninguna innovación sustituye a la responsabilidad. Y ahí entra la parte humanista de esta historia: la resistencia es un problema científico-social.
Necesitamos entender que un antibiótico no es una pastilla más: es un recurso colectivo. Que recetarlo sin indicación es erosionar un bien común. Que presionamos a las bacterias cada vez que buscamos soluciones rápidas para procesos que el cuerpo puede resolver solo. Que automedicarse —esa práctica extendida— no ayuda y, en cambio, puede dañar al conjunto.
La resistencia no aparece en un laboratorio, lo hace en hábitos cotidianos: la prisa por volver al trabajo, el "por si acaso" del botiquín doméstico, el descontrol en la cadena alimentaria y los sistemas de salud que no pueden dedicar tiempo a explicar por qué un virus no se combate con antibióticos.
No obstante, hay margen para el optimismo.
La ciencia ha demostrado una y otra vez que puede construir soluciones cuando la sociedad acompaña. Lo vimos con el VIH y la COVID-19. Lo vemos cada vez que se invierte en investigación, vigilancia y educación sanitaria.
La resistencia a los antibióticos es la vieja deuda que vuelve. Su regreso nos recuerda que la evolución no se detiene, la microbiología no obedece a los calendarios políticos y la salud humana es un equilibrio más frágil de lo que imaginamos.
No estamos ante el final de una era, sino ante el momento en que decidimos qué página escribir. La ciencia ha trazado las primeras líneas. Lo demás nos corresponde, juntos.