Hay noches en las que el cielo parece tener más preguntas que estrellas. A veces basta con levantar la vista para "sentir" que el universo, de alguna manera, nos observa de regreso.

En realidad, no es una sensación nueva; la humanidad la arrastra desde que existimos. Mas estos días, mientras los titulares hablan de objetos que se acercan a la Tierra desde más allá del sistema solar, esa percepción vuelve a hacerse presente.

La imaginación colectiva ha hecho el resto: ¿será una nave? ¿Un mensaje? ¿Una visita? Es inevitable. Somos una especie que aprendió a sobrevivir preguntando, no callando. No obstante, conviene bajar la intensidad y subir la precisión.

Los objetos detectados recientemente —cuerpos que cruzan el sistema solar con trayectorias que no obedecen al Sol— no son extraterrestres biológicos. No creemos que tengan ventanas, ni antenas, ni motores. Son, con toda probabilidad, fragmentos de otros mundos: hielo, roca, metal… polvo que viaja sin intención, empujado por las dinámicas cósmicas basadas en las leyes de la gravitación universal.

Sin embargo, su presencia es suficiente para encender preguntas profundas.

La historia nos ha enseñado que estos visitantes no son tan raros. Primero fue 'Oumuamua en 2017, un objeto alargado cuya forma desconcertó a astrónomos y público por igual. Después llegó el cometa interestelar Borisov en 2019, químicamente distinto a los cometas que conocemos. Y ahora, el 3I/ATLAS.

La ciencia los clasifica como interstellar interlopers: viajeros que no nacieron en nuestro vecindario cósmico. No vienen a vernos. No tienen voluntad. Pero traen consigo algo enorme: información. Representan la posibilidad de "tocar" material que se formó alrededor de otras estrellas, bajo otras condiciones, quizá siguiendo otras reglas.

He de confesar que, para la astrofísica, son una ventana; para la biología, una tentación; para la imaginación, un grito.

La pregunta de fondo, la que siempre vuelve, es: ¿estamos solos?

La ciencia todavía no tiene respuesta. Hemos encontrado más de 6.000 exoplanetas, algunos rocosos, otros en la zona templada de su estrella, algunos con atmósferas que contienen vapor de agua. Recordemos que la vida en la Tierra surgió rápido, diría que, sin pedir permiso. Por otra parte, la química de lo vivo es testaruda: tiende a organizarse.

Pero no hemos visto vida en ninguna parte. Ni un fósil extraterrestre. Ni una bacteria –el caso de Niallia tiangongensis se explica como una transformación de una cepa terrestre—. En resumen: ninguna señal con estructura repetitiva que sugiera intención. Nada. El universo mantiene su juego de silencio. Nos da pistas, no certezas.

La Vía Lactea. Istock

Por eso la llegada de estos cuerpos interestelares alimenta la imaginación pública: porque cada uno es un recordatorio físico de que hay otros sistemas solares produciendo materia, lanzándola al vacío, dejándola vagar hasta que una casualidad gravitatoria la acerca a nosotros. Son mensajeros sin mensaje.

Pero hay algo más profundo: aunque no traigan vida, traen historia.

La ciencia se emociona con estos objetos porque son la posibilidad de estudiar directamente materiales formados en otros discos protoplanetarios. ¿Qué minerales contienen? ¿Qué isótopos? ¿Qué proporciones de volátiles? Son preguntas esenciales para entender si la vida es una excepción o un patrón.

La espectroscopía puede analizar su composición. La dinámica orbital puede revelar de dónde vienen. Y si algún día pudiéramos interceptar uno, podríamos estudiarlo como quien encuentra una botella lanzada desde otra playa del cosmos.

No sería una carta, dejémoslo claro. Pero sería un fragmento de humanidad universal: materia que nació bajo otra luz.

La otra cara de esta historia es emocional. Cada vez que surge una noticia de este tipo, las redes sociales se llenan de conspiraciones: que si son naves, que si los gobiernos lo ocultan, que si vienen "a recoger muestras" y un largo etcétera. La fascinación por la vida extraterrestre es legítima. El salto a la fantasía, menos.

Sin embargo, el problema no son las conspiraciones: es lo que revelan. Descubren un deseo profundo de compañía cósmica. Destapan la necesidad humana de encontrar un espejo más allá de la Tierra. Y, sobre todo, declaran que aún no sabemos convivir con la incertidumbre. Queremos respuestas rápidas para preguntas cuya resolución requieren siglos.

La ciencia, mientras tanto, avanza con otro ritmo: paciente, metódico y humilde. Como siempre digo: se cuece a fuego lento.

El universo está lleno de objetos que no conocemos. Algunos se acercan, otros se alejan, la mayoría pasan sin ser vistos. Lo extraordinario no es que aparezcan; es que ahora tenemos instrumentos capaces de detectarlos. Los telescopios modernos no están trayendo más visitantes: están abriendo más ventanas. Y cuando se abren ventanas en el cosmos, se cuelan preguntas.

Quizá el mayor aprendizaje sea este: no estamos solos en el sentido mineral. Estamos bañados por materia que no germinó aquí. Cada año, la Tierra recoge toneladas de polvo interestelar. Cada década, un objeto ajeno cruza nuestra órbita. Cada siglo, un visitante más grande nos enseña que los mundos no están encerrados en sí mismos: se rozan, se envían fragmentos, se contaminan.

La vida puede ser rara, pero el encuentro entre mundos es constante.

De cualquier manera, la pregunta de si estamos solos sigue en pie. Y seguirá. Lo que cambia es nuestra capacidad para mirar. Quizá no haya extraterrestres saludándonos desde un fuselaje brillante. Quizá nunca recibamos un mensaje. Pero cada fragmento que llega de fuera es una invitación a pensar, a estudiar, a mantener la curiosidad viva.

Porque en ciencia, igual que en la vida, tan importante es encontrar respuestas como seguir haciendo preguntas.