Mientras escribo, leo escandalizada que otro de los múltiples incendios que asolan nuestro país en este aciago mes de agosto se ha producido en Madrid, cerca de la M-40, en Pozuelo de Alarcón. Afortunadamente se estabiliza rápido. Pero entre tanto me llegan memorias. Y me asaltan pensamientos y lecturas.
Por un lado, el recuerdo de hectáreas que rodean esa zona quemada de Pozuelo y que durante años se han sido degradando, apareciendo pajizas por los golpes de sol y calor, pero también de la desidia y de la falta de limpieza.
A esa dejadez, se une la suciedad provocada por vecinos o visitantes que abandonan todo tipo de esas porquerías que tanto nos escandalizan cuando participamos o contemplamos la limpieza de un río o de una playa.
En más de una ocasión hice fotos y grabé videos que evidenciaban que ahí podía ocurrir alguna tragedia. Y aparece otro recuerdo, el de aquellos carteles de hace años en los que su iconografía y lenguaje dejaba claro el "peligro de incendios".
Qué poco nos hemos fijado en esos afiches, qué poco en las consecuencias de un mal uso de la vida. Y ahí estamos todos llamados a pasar revista. Que esto no es cuestión solo de Gobierno o gobiernos. En este tema gobernamos todos.
Buenas prácticas ciudadanas
Más allá de la maldad o la locura de quienes provocan un fuego, la responsabilidad individual es clave en la prevención. Y esto no va solo de lo que debería ser educación sin más. Ya no consiste únicamente en no arrojar cigarrillos durante los paseos por el bosque o desde el coche (no hará más de un mes lo contemplé con mis propios ojos).
Para quienes viven en casas individuales, implica la retirada permanente de desechos inflamables. Y, sí, eso equivale a maderas o residuos vegetales, pero también a la no acumulación de ramas secas en lugares susceptibles de encender la llama, siquiera brizna.
Me asalta una memoria mayor, aquella que retrotrae a los libros de historia de la infancia. En alguno se atribuía al monje benedictino fray Benito Jerónimo Feijóo la aseveración de que en España una ardilla podía recorrer el país saltando de árbol en árbol. Era el siglo XVII. El cuento ha cambiado mucho.
Prevención activa y comunitaria
Y otro recuerdo de la niñez. De esas diversas excursiones a la sierra. Mi padre siempre tenía una obsesión: enseñarnos los cortafuegos…, que hasta nos reíamos, sin entender, como niños, la importancia que alcanzarían trascurrida la edad adulta.
Él nos hablaba de aquellos propiamente dichos, esas zonas en las que el bosque se interrumpe y que se advierten claramente cuando miramos una montaña. Hoy sabemos que aparte de ellos, son fundamentales las cañadas, las veredas y las vías pecuarias históricas, que ejercen esta función como corredores ecológicos de forma natural. También nos faltan.
De hecho, hay datos que apuntan a que casi un 40 % se ha perdido o está degradado. Conservar impolutas esas franjas equivale a inversión, que no a gasto. También la construcción o el mantenimiento de vías de acceso que mejoren la resistencia del territorio al fuego.
Lamentablemente, la limpieza en esos términos equivale a un desembolso económico que se ha obviado, con horribles consecuencias. Muchas voces han denunciado (anunciado) que un euro invertido en prevención equivale a 100 de ahorros en extinción. Y en España parece que los oídos se hubieran hecho sordos ante la cacareada receta.
Combinar tradición y tecnología
Feijoo, el monje, de levantar la cabeza, seguramente escribiría alguna frase sobre el recorrido de España sobrevolando fotovoltaicas. Nada en contra de ellas. Sin embargo, no es menos cierto que el suelo que hoy ocupan muchos de esos huertos solares fueron zonas rurales. Y en ellas la ganadería extensiva también haría su papel antiincendios.
Ese tipo de ganadería es como los vigilantes de la playa, pero del monte. Actúan como supervisión activa. Y también como 'aspiradores' de vegetación inflamable. Es decir, limpian sotobosque y matorrales. En otras palabras, eliminan lo que podríamos llamar combustible forestal, disminuyendo la capacidad de propagación del fuego.
Por otro lado, cada vez se pone más énfasis y se otorga más valor a la trashumancia. Desde el punto de vista de la biodiversidad como aspecto global. Por supuesto, por su contribución a la fertilización natural, a que el suelo retenga carbono y a mejorar su salud integral. Pero, además, en este capítulo de incendios devastadores, es antídoto de suelos secos y degradados.
Tal vez habría que premiar, quizás primar fiscalmente, porque el bolsillo duele y remueve, el mantenimiento de zonas rurales que de alguna manera podemos decir que actúan como barreras ignífugas. Incluso la creación de jardines trabajados desde ese punto de vista, buscando para cada lugar la plantación de especies autóctonas de menor combustión.
Ecodiseño como prevención
Cuando se habla de esta nueva manera de diseñar pensando en un futuro sostenible, hay que ir mucho más allá de la moda o la automoción. Hay que repensar las ciudades, los jardines, la reforestación. Es necesario ponerse las gafas de biodiversidad para trabajar el presente por un futuro mejor.
En definitiva, se trata de equilibrar el territorio utilizando, por un lado, las herramientas que proporciona la tecnología puntera, IA incluida, y por otro, los recursos que el pasado y la tradición pusieron al servicio de la humanidad. Eso pasa por generar y preservar espacios verdes, que además contribuyen a paliar las olas de calor y sus efectos.
Como elementos del ecodiseño podrían añadirse los huertos perimetrales, los llamados cinturones agrícolas, barreras naturales de baja combustibilidad o los sistemas silvopastoriles que combinan cultivos y ganado para reducir biomasa inflamable. No es fácil. No es de hoy para mañana. Pero hay que hacerlo.
Porque vivir en el infierno no es vivir. Es estar muerto.