Hace muchos años, iba andando hacia el trabajo y de pronto un hombre bajó de su moto, se situó a mi lado y me dijo: "Te he visto por detrás y he sabido que ese cuerpo solo podía ser el tuyo". Era mi jefe supremo. Supongo que le saludaría, mientras deletreaba para mis adentros la palabra 'imbécil'. La realidad es que en aquel tiempo mi trasero estaba bastante bien colocado fruto de la gimnasia y de años de pliés, demipliés, grandpliés. La realidad es que me sentí avergonzada y no volví a usar para ir al trabajo aquel vestido que realzaba mis formas.

Poco después, le acompañé en su coche a una reunión y me explicó todas las bondades de su nuevo vehículo, haciendo especial énfasis en la manera de llevar los asientos delanteros totalmente hacia atrás, hasta convertirlos casi en una cama. Me reproché a mí misma haberme subido en el coche de mi jefe, mientras elevaba el tono de mis insultos internos hacia él. Por las mismas fechas, en una cena de trabajo me dijo al oído que cuando me había conocido le había impresionado mucho, y no solo desde el punto de vista intelectual.

Creo no haberlo compartido con nadie en aquel momento. No eran tiempos propicios para denunciar estos temas. Total, qué habría denunciado. A quién lo habría hecho. Qué se habría entendido. Fue hace mucho tiempo, ya digo, ni imaginábamos el "Me Too". Mi actitud hacia él cambió. No le reía sus bromas, ni las dirigidas a mí ni otras. La realidad es que dejé de caer en gracia y no pensé que tuviera que ver con aquellas frases suyas ni que fuera consecuencia de aquellas reacciones mías.

Era un ligón de libro. Se conocían sus líos varios con diferentes compañeras. Ninguna de ellas cayó nunca en desgracia. Y no digo yo que la mía estuviera directamente relacionada con aquellos hechos que como mínimo me incomodaban. Tampoco lo sospeché el día que fui relevada. La verdad es que siempre fui bastante ingenua y en aquella época más pensaba en mis culpas que en las ajenas. Fue mucho después cuando caí en la cuenta de que tal vez, solo tal vez, hubiera una correlación de hechos. Me moriré con la duda.

Para que no existan, las dudas, digo, nada mejor que la autoridad no se muestre con ese tipo de gestos que conducen a error, incluso aunque no sean exactamente actos de acoso o resulte complicado probarlos. Pero cuando existen hoy sé lo que desconocía entonces: hay que denunciarlos, y sus autores deben pagar por ellos.

Por eso tenía clarísimo que el presidente de la Real Federación Española de Fútbol debía dimitir. Porque el acto de dar un beso en los labios a la centrocampista Jennifer Hermoso no dejaba dudas sobre su nula idoneidad. Y nadie lo niega. Más que el interfecto, que me juego lo que sea sin temor a perderlo que nunca haría lo mismo con un miembro de la selección masculina. Nunca la euforia asociada al triunfo le llevarían a besar en los labios a uno de sus integrantes, ni se le pasaría por la cabeza, no fuera a ser que le tildaran de aquello que tanto pavor produce a un macho en la plenitud de su género.

El pasado viernes cuando asistía al directo que este periódico hizo desde la comparecencia de Rubiales en la Asamblea de la Real Federación Española de Fútbol casi me convierto en sapo. Me puse verde escuchando sus improperios. Asistí atónita no solo al archirrepetido "no voy a dimitir", sino a sus justificaciones. Entre otras, esas que siempre nos hacen temer a las mujeres la denuncia de un ultraje, porque volvió la culpa contra la agredida, convertida según él casi en agresora, como poco, en cómplice.

Me indignaron sus justificaciones insultantes, como los de la fiera herida que se revuelve agrediendo. Tanto como que insultara a quienes hemos pedido su dimisión, denunciando el amarillismo del falso feminismo, que literalmente dijo "no les importan las personas", ese feminismo "que es una gran lacra en este país". Tanto como sus amenazas de tomar medidas ejemplares. Tanto como que quitara méritos a las ganadoras utilizando el masculino diciendo "todos ustedes son campeones del Mundial femenino". Tanto como esa explicación a su tocamiento genital ante la reina Letizia y la infanta Sofía y todos los espectadores, una señal a Vilda de "olé tus huevos"…; o sea, que las jugadoras ganan y se atribuye el triunfo a la entrepierna del entrenador…, venga ya.

El hecho, el beso, las explicaciones, sus justificaciones, la negativa a dimitir por sus mismos genitales, el antifeminismo de libro, los aplausos de algunos asistentes a su comparecencia en la Asamblea, así como el tono de su (largo) chusco discurso son signos de unos tiempos que fueron. Que el viento se llevó. Algunas voces se extrañan de que se convierta este del beso en el gran asunto del país. Se siente. Es un gran asunto. Es un gran problema. E ignorar un problema lleva asociado su mismo calificativo. No puede, no debe, hacerse. Estamos en otra pantalla y hay quien y quienes se han quedado en la anterior de la anterior de la anterior.

Por eso, todas somos Jenni. Porque nos afecta. Porque sabemos de lo que hablamos. Y además, esta vez, todos somos Jenni, la sociedad es Jenni. Porque ha respondido en masa. Y no hay marcha atrás. No sé si será el "Me Too" español. Solo sé que las aguas submarinas se han despertado, sin tregua, y el tsunami ha comenzado su viaje. Alguno va a ser alcanzado y arrastrado por la gran ola. Y no, no son amenazas. La naturaleza es salvaje y sabía.