La innovación no surge sola. Necesita talento, financiación, investigación y, aunque no lo parezca, espacio. Espacio físico, flexible y especializado. Porque sin un lugar donde crear y escalar, la innovación se estanca.

En el ámbito del deep tech, esta necesidad se multiplica. Hablamos de empresas que nacen en el laboratorio, pero que pronto necesitan escalar en plantas piloto y fábricas, así como certificar entornos complejos.

Y esto no se consigue en un despacho ni en un coworking. Para que puedan seguir creciendo necesitan una infraestructura con requisitos técnicos complejos y con servicios científico-técnicos que les permitan avanzar.

En otras palabras: hace falta un ecosistema de infraestructuras y servicios que respalde la ambición de crecimiento de estos proyectos.

Es aquí donde la inversión privada tiene una oportunidad real de transformar el panorama innovador. No solo financiando ciencia, sino construyendo el hardware que la ciencia europea necesita: hubs especializados, con servicios compartidos y gestión avanzada.

De hecho, una de las mayores preocupaciones para muchas empresas tras una ronda de financiación es precisamente decidir dónde y cómo invertir esos recursos… porque nadie quiere destinar su Serie A o B al ladrillo.

Esta lógica ya está funcionando en ecosistemas como Boston, Cambridge o Ámsterdam, donde los hubs científicos se han convertido en catalizadores de economías enteras.

No se trata solo de infraestructura, sino de cultura; de entornos donde la ciencia, la tecnología y el mercado se cruzan a diario, favoreciendo una innovación continua y escalable.

En el sur de Europa están empezando a emerger nuevos hubs científicos que replican este modelo internacional, adaptándolo a las necesidades locales.

En ciudades como Madrid o Barcelona ya se han habilitado espacios con laboratorios, salas blancas, oficinas modulares y zonas comunes orientadas a facilitar la colaboración.

A esto se suman servicios clave como el acompañamiento empresarial, los servicios científicos o la dinamización de comunidades.

Todo ello con un objetivo común: convertir estos espacios en verdaderos motores del ecosistema innovador, y no simples contenedores de empresas.

En este sentido, España tiene una oportunidad clave. Contamos con una base investigadora excelente, con talento, cultura, calidad de vida y con ciudades que están ganando peso en el mapa de la innovación.

Pero necesitamos dar el salto definitivo: pasar de apoyar la ciencia a construir los entornos que la ciencia necesita. Esto implica fomentar las alianzas público-privadas e integrar la infraestructura como elemento fundamental de cualquier estrategia de innovación.

La dirección es clara: Europa ha aprobado un aumento sin precedentes en inversión para sectores clave como energía, innovación, movilidad, quantum y seguridad.

Solo en 2023, el gasto anual en I+D en estos ámbitos alcanzó los 400.000 millones de euros, y el plan es triplicarlo hasta llegar a los 1,1-1,2 billones en 2030.

Además, se ha creado el fondo europeo ReArm, que prevé movilizar hasta 800.000 millones de euros para impulsar la innovación en defensa (en el sentido más amplio) incluyendo tecnología e infraestructuras científicas.

Este esfuerzo posiciona a Europa en una carrera estratégica por el liderazgo tecnológico.

No hay tiempo que perder. Si Europa quiere jugar en la primera línea de la economía de los productos y servicios innovadores y se quiere reindustrializar necesita ver la inversión en infraestructura como una inversión estratégica.

En este contexto, España debe acelerar una estrategia de infraestructuras científicas de I+D y producción que permita escalar proyectos, atraer instituciones y empresas internacionales y consolidar el tejido empresarial.

Porque sin espacio, no hay innovación. Y sin innovación, no hay futuro.

*** Pilar Gil es co-CEO de SID.