La historia de los Premios Nobel comenzó con un acto de redención. Alfred Nobel, inventor moderno de la dinamita —recodemos que algo así ya se usaba en China—, acumuló una fortuna con 355 patentes que transformaron la ingeniería… y la guerra.

En 1888, un periódico francés publicó por error su necrológica con un titular demoledor: El mercader de la muerte ha muerto.

Avergonzado, Nobel comprendió que su legado corría el riesgo de ser recordado por la destrucción más que por la creación. Así nació su testamento moral: al morir la fortuna que dejaba serviría para instituir unos premios anuales para quienes "hayan otorgado los mayores beneficios a la humanidad".

Desde principios del siglo pasado, la Fundación Nobel concede los galardones en cinco categorías — Medicina o Fisiología, Física, Química, Literatura y Paz— a las que más tarde se añadió un sexto, en Ciencias Económicas.

Desde entonces, cada otoño, el mundo asiste al anuncio de los nuevos premiados, como si durante unos días el conocimiento, la palabra y la esperanza fueran noticia.

Sin embargo, hay una ausencia que alimenta el mito: las Matemáticas.

Se ha repetido hasta el cansancio la historia de que Nobel no creó un premio en esa disciplina porque su esposa le fue infiel con un matemático. Pero Nobel nunca se casó. Ni existe carta, diario o testamento que sostenga semejante anécdota.

Como siempre ocurre, la explicación real es más simple y, a la vez, menos novelesca: en su tiempo, las matemáticas se consideraban una ciencia abstracta, sin aplicación directa al "bien de la humanidad", que era precisamente lo que él quería reconocer.

Este año, los Nobel volvieron a recordarnos que el progreso se escribe en plural. No hay descubrimiento que no descanse sobre el trabajo de otros, ni idea que no nazca de una comunidad de mentes obstinadas.

En Medicina o Fisiología, el galardón fue para Shimon Sakaguchi, Mary E. Brunkow y Fred Ramsdell, por haber descifrado los mecanismos de la tolerancia inmunitaria periférica: ese equilibrio sutil que evita que nuestras defensas ataquen los tejidos propios.

Sakaguchi identificó a las células T reguladoras, guardianas silenciosas que mantienen la paz en el cuerpo. Brunkow descubrió mutaciones en el gen FOXP3, esenciales para su funcionamiento, y Ramsdell describió cómo esas células mantienen a raya la autoinmunidad.

Sus trabajos, iniciado hace tres décadas, han abierto puertas a terapias para enfermedades autoinmunes, trasplantes y ciertos cánceres. Las suyas han sido historias de paciencia: una ciencia que actúa, paradójicamente, enseñándonos a no reaccionar demasiado.

El Nobel de Física viajó al terreno en que la materia se comporta como si soñara: la mecánica cuántica.

John Clarke, Michel H. Devoret y John M. Martinis fueron reconocidos por demostrar que los fenómenos cuánticos pueden mantenerse en sistemas macroscópicos, lo que ha hecho posible la computación cuántica experimental. Sí, he dicho experimental.

Clarke, británico, dedicó su vida al estudio de dispositivos superconductores; Devoret, francés, descifró cómo preservar la "coherencia" de esos sistemas y Martinis, estadounidense, lideró el equipo de Google que logró ejecutar el primer cálculo que un ordenador clásico no podía realizar.

Juntos encarnan un salto que va más allá de la tecnología: muestran que lo invisible gobierna lo tangible, que los límites entre lo real y lo probable son más difusos de lo que pensábamos.

En Química, el premio ha sido compartido por Susumu Kitagawa, Richard Robson y Omar M. Yaghi, arquitectos de una materia diseñada con precisión poética.

Ellos desarrollaron las estructuras metal-orgánicas, es decir, redes tridimensionales de átomos de metales y moléculas orgánicas que forman materiales porosos de una regularidad asombrosa. Esos poros —invisibles a simple vista—, permiten capturar gases, almacenar energía o filtrar contaminantes.

Los MOF, así se denominan, son hoy una promesa para combatir el cambio climático —retienen CO₂ del aire—, purificar agua o incluso fabricar fármacos más estables. Lo que comenzó como un experimento casi lúdico terminó convertido en una herramienta que puede limpiar el planeta.

Ahora, la literatura ha unido su voz al coro del Nobel. El premio de este año es para László Krasznahorkai, autor húngaro de fábulas densas y sombrías, reconocido por su obra visionaria que explora la fragilidad social en medio de paisajes casi apocalípticos.

Krasznahorkai es famoso por novelas como Satantango y The Melancholy of Resistance, adaptadas al cine con tono poético y letárgico. Su estilo se caracteriza por oraciones extensas, tensión moral y un horizonte teñido de desasosiego.

Con este galardón, el Nobel reconoce a un autor que desafía la ilusión y observa las fisuras del mundo, sosteniendo a su vez que el arte puede sobrevivir al colapso.

El reconocimiento a Krasznahorkai combina lo personal y lo colectivo: su obra no es espectáculo, sino reflexión intensiva; sus personajes no buscan rescatar un mundo perfecto, sólo hallar sentido en medio del desorden. Su escritura es un espejo: nos devuelve preguntas que no sabíamos que formulábamos.

Y al final, hubo Paz con el Premio Nobel en esta categoría. El comité miró esta vez hacia Latinoamérica y en especial a Venezuela. La opositora al régimen dictatorial allí imperante María Corina Machado ha sido la elegida por su activismo valiente y su lucha por una transición justa y pacífica hacia la democracia.

Cada Nobel es un mapa del espíritu humano. Sakaguchi, Brunkow y Ramsdell nos recuerdan que la biología, a menudo, es una cuestión de equilibrio. Clarke, Devoret y Martinis, que lo más abstracto puede volverse real.

Kitagawa, Robson y Yaghi, que la química —esa ciencia de los enlaces— puede servir también para enlazar el progreso con la sostenibilidad. Krasznahorkai que las buenas letras se siguen digiriendo suavemente. Y Machado, que los sueños merecen la pena ser perseguidos.

Si nos centramos en las categorías científicas, todos los premiados, sin excepción, encarnan una lección que la sociedad olvida con frecuencia: la ciencia básica, la aparentemente inútil, es la que más transforma el mundo.

La investigación de las células T reguladoras comenzó sin prometer curas; hoy salva vidas. Los experimentos sobre superconductores parecían ejercicios de laboratorio; hoy sostienen la tecnología más avanzada.

Los MOF nacieron de la curiosidad por estructuras simétricas; ahora podrían ser la base de una nueva economía verde.

Una curiosidad debo remarcar, de los seis estadounidenses galardonados en ciencia, tres son inmigrantes y esto nos recuerda que la grandeza está en la mezcla y la tolerancia.

Los Nobel no siempre son justos ni exhaustivos, pero en su mejor versión logran lo esencial: recordar que el conocimiento no es un adorno de la civilización, sino su cimiento. Que el progreso depende de quienes se atreven a pensar despacio en un mundo que exige inmediatez. Que cada ecuación, cada ensayo, cada síntesis es un acto de fe en la inteligencia colectiva.

Nunca faltan quienes dicen que los Nobel son premios al pasado, porque reconocen descubrimientos hechos hace años.

Mas, yo lo definiría como una brújula del futuro: marcan las direcciones por donde avanza la humanidad. La inmunología nos enseña a regularnos, la física cuántica a imaginar lo imposible, la química de materiales a reconciliarnos con la Tierra.

Nobel no habría podido prever que su legado —nacido de la culpa— se convertiría en una celebración anual de lo mejor del pensamiento humano.

Murió sin saber que, más de un siglo después, su nombre se pronunciaría cada octubre con una mezcla de respeto y asombro. Su mayor invento no fue la dinamita, sino la convicción de que el conocimiento puede, al fin, ser más poderoso que la pólvora.