En los márgenes del mundo, donde las estadísticas no alcanzan y el GPS pierde cobertura, habitan comunidades que durante siglos han resistido sin hacer ruido.

Comunidades indígenas que, lejos de los centros de poder, conservan una conexión profunda con la tierra, una estructura social basada en la colaboración y un legado cultural que no se mide en PIB ni en metas de desarrollo sostenible.

Sin embargo, cuando el desarrollo llega (si es que llega), a menudo lo hace con prisas, con fórmulas universales y sin escuchar. Y ahí empieza el problema.

Durante décadas, la cooperación internacional ha perseguido un objetivo noble: reducir la pobreza y mejorar la calidad de vida de millones de personas en el mundo. Pero no siempre ha acertado en la forma.

En demasiadas ocasiones ha tratado de aplicar recetas pensadas desde despachos lejanos, desconociendo las realidades culturales, sociales y espirituales de las personas a las que quiere ayudar.

En el caso de las comunidades indígenas, esto es aún más evidente. ¿Cómo implementar proyectos que afectan a la tierra sin entender que para muchas de estas comunidades el territorio no es un recurso, sino un ser vivo?

¿Cómo diseñar políticas públicas si se ignoran sus lenguas, sus formas de organización o sus sistemas propios de justicia?

La cooperación no puede seguir actuando como si el conocimiento solo viniera de fuera. El progreso no puede imponerse como si se tratara de un modelo único.

Y mucho menos puede hacerlo ignorando que estas comunidades han sido históricamente las más marginadas, las menos escuchadas, y muchas veces las más sabias.

En lugares como el norte del Cauca (Colombia), las comunidades indígenas Nasa no solo enfrentan la pobreza. Sino también el desplazamiento forzado, la violencia de grupos armados y la amenaza constante de perder su Kwe’sx Kiwe, su madre Tierra.

Para ellos, el territorio es sagrado. Y su estructura política, basada en cabildos y autoridades tradicionales, es una expresión de autonomía y resistencia.

En Guatemala, el pueblo Ch’orti’, el más reducido de los pueblos mayas del país, ha sobrevivido a siglos de exclusión y discriminación.

Y en Ecuador, mujeres Waorani defienden sus selvas amazónicas no solo del extractivismo, sino también de estructuras tradicionales que siguen limitando su libertad.

Son pueblos que viven en condiciones duras, pero no son víctimas pasivas, son protagonistas de su propia historia. Tienen voz, tienen saber, tienen propuestas. La pregunta es: ¿estamos dispuestos a escucharlas?

Cooperar con comunidades indígenas exige mucho más que voluntad. Exige humildad.

Supone renunciar al papel de salvador y adoptar, en cambio, el rol de acompañante.

Implica entender que la velocidad del cambio no la marca el donante, sino la comunidad. Que las decisiones importantes deben tomarse en asambleas y en su lengua. Que lo más valioso que podemos ofrecer no siempre es tecnología, sino espacio para que sus capacidades florezcan.

Desde CODESPA no vemos a estas comunidades como beneficiarias, sino como aliadas. No medimos el desarrollo en función de lo que damos, lo hacemos en función de lo que ellas transforman.

A ellas debemos escuchar cuando hablamos de transición ecológica, de nuevos modelos económicos, de defensa de los bienes comunes. Porque mientras nosotros buscamos soluciones, muchas de ellas ya las practican desde hace generaciones.

Uno de los grandes retos que tiene hoy la cooperación internacional es saber irse a tiempo. No abandonar, sino despedirse. Saber cuándo las capacidades locales están listas para continuar sin ayuda externa.

Diseñar proyectos que no generen dependencia, sino autonomía. Formar liderazgos desde dentro, y no poner siempre el foco en quienes llegan de fuera.

Todavía hay tiempo de hacerlo bien. Si queremos construir un futuro más justo, quizá tengamos que empezar por escuchar a quienes llevan siglos cuidándolo.

***Baptista Pedro, representante de CODESPA Angola; Franck Mbemba, representante de CODESPA República Democrática del Congo; Miguel Ángel Villarroel, representante de CODESPA Bolivia; Andrés Rodolfo Trujillo, representante de CODESPA Colombia; Karina Bautista, responsable de bioemprendimientos de CODESPA Ecuador; Vanessa Mazariegos, representante de CODESPA Guatemala; Luis Cáceres, representante de CODESPA Perú.