Cuando se habla de transición energética, solemos pensar en paneles solares, turbinas eólicas o coches eléctricos, pero hay sectores donde la electrificación todavía no es una opción realista. Uno de ellos, quizá el más emblemático, es la aviación. 

Volar sigue siendo una necesidad global, pero su coste ambiental exige respuestas inmediatas. Los biocombustibles y los combustibles sostenibles para aviación (SAF, Sustainable Aviation Fuel, por sus siglas en inglés) han emergido como soluciones con un alto potencial para descarbonizar el sector sin reinventarlo por completo.

A diferencia de las tecnologías en fase experimental, los SAF tienen una virtud determinante: pueden utilizarse en los motores actuales sin necesidad de modificaciones. Eso los convierte en una herramienta con impacto inmediato, algo poco común en el panorama de las soluciones climáticas.

Según estimaciones del sector, el uso de SAF puede reducir hasta un 80 % de las emisiones de CO₂ respecto al queroseno convencional. Un avance nada menor si se considera que la aviación representa entre el 2 % y el 3 % de las emisiones globales.

Los biocombustibles pueden producirse a partir de residuos orgánicos, aceites reciclados o cultivos energéticos. Sin embargo, no todo lo que es técnicamente sostenible lo es también desde un punto de vista ambiental o social.

Utilizar cultivos alimentarios como materia prima introduce un dilema ético y ecológico: competir por el suelo entre la comida y el combustible no es una opción viable a largo plazo. Por eso, el desarrollo de biocombustibles de segunda generación, elaborados a partir de residuos o materias no comestibles, es hoy una prioridad para avanzar con garantías.

Pero el potencial no basta: el desarrollo de los SAF enfrenta obstáculos que no son menores. El primero es económico: su precio es hasta cinco veces superior al del combustible fósil. El segundo es de escala: en 2022, apenas representaban el 0,1 % del consumo total del sector aéreo.

Y el tercero es normativo: la falta de una regulación clara, estable y común a nivel internacional dificulta las inversiones y los compromisos de largo plazo. Sin marcos predecibles, pocos actores se arriesgan.

Aun así, el horizonte empieza a moverse. En Europa, el paquete Fit for 55 plantea una hoja de ruta ambiciosa para incrementar el uso de SAF en los próximos años. En Estados Unidos, la Inflation Reduction Act también ha introducido incentivos relevantes. Estas medidas no solo promueven la innovación, sino que abren la puerta a una nueva generación de inversiones climáticas con retorno económico y ambiental.

En este contexto, los combustibles sostenibles no deben verse como una alternativa marginal, sino como parte central de la estrategia para alcanzar los Objetivos de Desarrollo Sostenible, en especial los vinculados a la acción climática, la energía limpia y la innovación industrial. Apostar por su desarrollo no es solo una cuestión técnica o económica: es una decisión política y ética.

Eso sí, conviene no caer en el entusiasmo ingenuo. El impacto real de los biocombustibles dependerá de la trazabilidad de su producción, del origen de sus materias primas, y de que su escalado no comprometa otros objetivos ambientales o sociales. La transición será incompleta si no es también justa.

El sector aéreo no puede esperar a que aparezca una solución milagrosa. Necesita herramientas eficaces, escalables y sostenibles. Y los SAF, con todos sus desafíos, cumplen con esas tres condiciones si se les ofrece el entorno adecuado. No se trata de imaginar cómo volaremos en 2050, sino decidir cómo vamos a hacerlo en 2030, porque la urgencia climática no permite más demoras ni cielos vacíos de ambición.

*** Annie Omojola es analista de investigación de fondos en MainStreet Partners.