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El 12 de diciembre de 2015, tras dos semanas de negociaciones maratonianas, el mundo sellaba en la capital francesa un pacto que aspiraba a cambiar el rumbo climático del planeta.

Aquel día, el Acuerdo de París se presentaba como una hoja de ruta común para evitar los peores impactos del calentamiento global y dar contenido real a la recién aprobada Agenda 2030. 10 años después, el balance es agridulce. Y es que aunque el consenso multilateral sigue en pie, los objetivos se diluyen mientras el termómetro global no deja de subir.

La COP21 logró lo que durante años se había considerado inalcanzable: los 196 Estados parte de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático reconocieron, por primera vez de forma unánime, que la crisis climática supone una amenaza directa para la supervivencia humana.

Aquel acuerdo, aclamado y también criticado, marcó un antes y un después tras el fracaso del Protocolo Kioto y la parálisis posterior a la cumbre de Copenhague de 2009.

Desde entonces, sin embargo, ninguna Conferencia de las Partes ha conseguido replicar la ambición política de 2015. Madrid (2019), Glasgow (2021), Sharm el-Sheikh (2022), Dubai (2023) o Bakú (2024) dejaron avances puntuales, pero también una sensación persistente de compromisos incompletos, promesas aplazadas y textos finales que no respondían a la urgencia científica.

La cumbre del descontento

La COP30, celebrada en noviembre en Belém, a las puertas de la Amazonía, debía ser la cumbre de la implementación. Un punto de inflexión para pasar de las palabras a los hechos. Sin embargo, un mes después de su clausura, el análisis del acuerdo final confirma que fue, sobre todo, la cumbre del descontento.

El texto definitivo —bautizado por la presidencia brasileña como mutirão— fue aprobado tras una noche de negociaciones intensas y renegociaciones sucesivas. Aunque su adopción se produjo entre aplausos, el alivio pesó más que el entusiasmo.

Muchos países reconocían en privado que el acuerdo era menos ambicioso de lo esperado, pero dudaban incluso de que la COP fuera capaz de cerrar ningún texto en un contexto marcado por la erosión del multilateralismo y el auge del negacionismo climático.

Una manifestación en la COP30 escenifica el planeta en la UCI con los líderes mundiales como médicos. Adriano Machado Reuters Belém

El documento final evita cualquier referencia explícita a los combustibles fósiles y se limita a hacer un llamamiento genérico a aumentar la ambición frente al calentamiento global.

Y es que ante la imposibilidad de alcanzar consensos en los puntos más controvertidos, el presidente de la COP30, André Corrêa do Lago, optó por impulsar dos hojas de ruta paralelas al acuerdo principal.

La primera, sobre la eliminación progresiva de los hidrocarburos y, la segunda, centrada en la lucha contra la deforestación. Una solución que, para muchos, evidenció las limitaciones del proceso.

Las críticas no tardaron en aflorar en el plenario final. Panamá lamentó la falta de transparencia durante las negociaciones y denunció que meses —incluso años— de trabajo técnico habían sido sustituidos por textos provisionales. La delegación de ese país fue especialmente dura con el objetivo global de adaptación, al que acusó de "hacernos retroceder".

Confianza diluida

La Unión Europea tampoco ocultó su malestar. Bruselas aseguró que no podía "aceptar" el objetivo en su forma actual, al considerar que los indicadores no eran claros ni operativos.

A estas críticas se sumaron países como Colombia, Canadá, Suiza, Uruguay, Sierra Leona o Panamá, que denunciaron la falta de ambición en mitigación y la opacidad del proceso negociador.

Para Anna Pérez Catalá, investigadora del Instituto de Desarrollo Sostenible y Relaciones Internacionales (IDDRI), estas tensiones reflejan la pérdida de confianza en el sistema multilateral. O, por lo menos, así lo asegura en una conversación con ENCLAVE ODS.

A su juicio, el valor de las cumbres climáticas no reside únicamente en el resultado, sino en "el proceso en sí", especialmente en momentos de fractura geopolítica.

Olga Alcaraz, experta en sostenibilidad de la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC), coincide en que el Acuerdo de París sigue siendo un hito histórico. "Su gran valor es su propia existencia", sostiene.

Sin embargo, si bien es cierto que el mero hecho de que todos los países estén interpelados a actuar frente al cambio climático es un logro sin precedentes, ese consenso formal no se traduce automáticamente en una acción suficiente.

Sin tiempo

Mientras las negociaciones se atascan, la evidencia científica se acumula. Un informe reciente de Climate Central y World Weather Attribution señala que cumplir el Acuerdo de París evitaría hasta 57 días de calor extremo al año.

Eso solo sería posible si los países cumplen sus compromisos actuales y limitan el calentamiento global a unos 2,6 °C, un escenario que los científicos ya asumen como el más probable.

Anomalías de las temperaturas de la superficie del aire. Copernicus

El umbral de 1,5 °C se da prácticamente por perdido. El planeta ya ha superado los 1,3 °C y las emisiones globales no muestran signos claros de descenso.

"No nos engañemos: aún nos dirigimos hacia un futuro peligrosamente caluroso", advertía Kristina Dahl, vicepresidenta de Ciencia en Climate Central, que alerta que muchos países no están preparados ni siquiera para el nivel de calentamiento actual.

Democracia y liderazgo

A ese escenario se suma el debilitamiento del liderazgo político. Para Ismael Boughaba, analista de Political Watch, la crisis climática avanza de la mano de otra crisis democrática global. De ahí que el retroceso del Estado de derecho, la desinformación y los discursos antidemocráticos hayan erosionado también la ambición climática.

La retirada de Estados Unidos del Acuerdo de París tras el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca en enero de 2025 volvió a evidenciar esa fragilidad. Aunque el país no ha abandonado la Convención Marco, su ausencia en Belém fue significativa.

Para Pérez Catalá, es una decisión "preocupante, pero no decisiva". Alcaraz, en cambio, asegura que el impacto puede ser determinante, especialmente en términos de financiación y credibilidad internacional.

Desde Belém, la vicepresidenta tercera y ministra para la Transición Ecológica, Sara Aagesen, defendió que, pese a la ausencia y las dificultades, "el Acuerdo de París sigue vivo". Y España, aseguró, apuesta por la "ambición máxima".

Diez años después, la fotografía es clara. El Acuerdo de París evitó el colapso del multilateralismo climático, pero no ha sido suficiente para encarrilar la Agenda 2030. El reloj climático sigue avanzando. Y esta vez, como recuerda la ciencia, no habrá prórroga.