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A las puertas de la Navidad, las calles se llenan de luces, los anuncios hablan de reencuentros y las agendas se saturan de comidas y celebraciones. Sin embargo, para una parte significativa de la población, estas fechas no traen compañía, sino un eco más fuerte de la ausencia.

La soledad no deseada, lejos de ser una experiencia marginal, se ha consolidado como uno de los grandes desafíos emocionales de las sociedades contemporáneas. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), este sentimiento eleva entre un 14% y un 32% el riesgo de mortalidad temprana y duplica los problemas de salud mental.

En España, el problema tiene dimensiones estructurales. El Barómetro de la soledad no deseada en España 2024, presentado el pasado junio y promovido por la Fundación ONCE y la Fundación AXA en el marco del Observatorio SoledadES, revela que una de cada cinco personas adultas —el 20%— la padece.

Dos de cada tres llevan más de dos años en esta situación, lo que apunta a un fenómeno persistente, no episódico. Además, más de un tercio de quienes hoy no se sienten solos reconoce haber atravesado etapas de soledad intensa en el pasado, lo que confirma su carácter transversal y potencialmente recurrente.

La psicóloga clínica Marta Martín, profesional de la aseguradora sanitaria Alan, subraya que estos datos hablan de una paradoja contemporánea, pues "nunca hemos estado tan conectados tecnológicamente y, sin embargo, muchas personas se sienten profundamente solas".

A su juicio, la soledad no deseada debe interpretarse como el resultado de dinámicas sociales, laborales y culturales que han ido erosionando los vínculos. Jornadas laborales extensas, movilidad geográfica constante, digitalización de las relaciones y una cultura que exalta la autosuficiencia han reducido los espacios para una conexión humana genuina.

El barómetro confirma que este fenómeno no afecta a todos por igual. Es ligeramente más frecuente entre mujeres (21,8%) que en hombres (18%) y especialmente elevado entre jóvenes de 18 a 24 años, donde alcanza el 34,6%.

También se intensifica en situaciones de vulnerabilidad: entre personas desempleadas —donde la tasa se duplica e incluso se triplica entre los 30 y 55 años—, en hogares con dificultades económicas, en personas con discapacidad, en población nacida en el extranjero o con progenitores que lo son y en el colectivo LGTBIQ+.

La mitad de las personas con problemas de salud mental la sufre, lo que evidencia una relación bidireccional entre aislamiento emocional y malestar psicológico.

Un fenómeno sin edad

Más allá de los porcentajes, la soledad no deseada atraviesa etapas vitales y contextos muy distintos. No responde a un único perfil ni a una única causa. Tal y como explica Martín, cada generación la experimenta de forma diferente, aunque todas comparten un mismo trasfondo.

Entre los jóvenes, la paradoja es especialmente visible. Crecen hiperconectados, con miles de contactos en redes sociales, pero con menos oportunidades de encuentro físico significativo.

En la edad adulta, la soledad adopta otras formas, a menudo más invisibles. Las relaciones se vuelven funcionales: compañeros de trabajo, contactos profesionales, grupos de WhatsApp vinculados a la crianza... Y es que aquí la falta de tiempo normaliza la desconexión emocional.

Un anciano mirando a través de la ventana. iStock

Entre las personas mayores, este sentimiento se ve agravado por factores estructurales bien conocidos. La jubilación elimina de golpe la red social laboral, a lo que se suma la pérdida de pareja o amistades, la reducción de movilidad y un cambio profundo en los modelos familiares.

El barómetro, además, señala que mientras la soledad juvenil es especialmente elevada en zonas rurales, entre las personas mayores ocurre lo contrario: es más frecuente en las grandes ciudades, donde el anonimato urbano pesa más que la falta de población.

Conectados en la desconexión

En este escenario, la tecnología ocupa un lugar central y ambivalente. Según Martín, las redes sociales y las herramientas digitales han generado una ilusión de vínculo que no siempre se traduce en apoyo emocional real.

"Nunca hemos estado tan conectados y tan solos al mismo tiempo", afirma la especialista. Y es que lejos de sustituir la interacción cara a cara, el contacto digital tiende a intensificar la sensación de vacío cuando no va acompañado de relaciones significativas.

De hecho, el barómetro muestra que los vínculos sociales online son más frecuentes entre quienes sufren soledad no deseada que entre quienes no la padecen.

El ámbito laboral tampoco es ajeno a este fenómeno. Un estudio reciente realizado por Alan revela que, aunque el 68% afirma sentirse algo conectado con sus compañeros, existe una minoría significativa que experimenta un aislamiento suficiente como para perder más de una hora de productividad a la semana.

Además, el teletrabajo, las jornadas fragmentadas y la cultura del "siempre disponible" han dificultado la creación de vínculos sólidos, transformando los espacios laborales en entornos cada vez más funcionales y menos relacionales.

Tras la soledad

Desde el punto de vista clínico, la soledad no deseada se define como una experiencia subjetiva: la percepción de no tener las conexiones humanas que se necesitan o se desean. En este sentido, dice, no depende tanto del número de personas alrededor, sino de la calidad de vínculos y de la sensación de ser visto, escuchado y comprendido.

Así, mientras la soledad elegida restaura, la no deseada erosiona progresivamente el bienestar. "La diferencia está en la libertad de elección y en cómo te hace sentir", explica Martín.

Las primeras señales de alerta suelen pasar desapercibidas. En el plano emocional, aparece una tristeza difusa, una irritabilidad persistente o la sensación de que "nadie me entiende realmente". Alteraciones del sueño, cansancio constante o dolores sin causa médica clara también pueden ser manifestaciones de un malestar emocional sostenido.

La soledad no deseada está especialmente extendida entre la juventud.

Cuando esta se cronifica, sus efectos sobre la salud mental son profundos. Está estrechamente relacionada con la depresión y la ansiedad, pero también puede agravar otros trastornos y actuar como un amplificador del malestar previo. Al mismo tiempo, la autoestima se resiente y se consolida un círculo vicioso difícil de romper.

En ese sentido, la llegada de la Navidad intensifica ese escenario. El "bombardeo" de mensajes sobre familia, unión y felicidad colectiva genera una presión añadida para quienes no encajan en ese relato.

"No solo estás solo, sino que además sientes que deberías estar acompañado y feliz", señala Martín. Por lo que, a la tristeza, se suma la culpa, la vergüenza y la sensación de estar fallando en algo que parece natural para los demás.

Cómo hacerle frente

Las estrategias de afrontamiento pasan por abandonar la exigencia de vivir una Navidad idealizada. Permitirse sentir sin juicio, reducir la comparación constante con lo que se muestra en redes sociales y buscar contextos compartidos pueden marcar la diferencia.

Además, Martín subraya que buscar ayuda profesional no debería ser el último recurso y recomienda hablar con un experto cuando la soledad empiece a interferir en la vida diaria para prevenir su cronificación y aliviar un sufrimiento que, con frecuencia, se vive en silencio.

Aprender a convivir con la soledad implica, en última instancia, transformar la relación con ella: entenderla como una señal, no como una condena. Aceptarla cuando aparece, distinguir entre estar a solas y sentirse solo, cuidar los vínculos en tiempos de calma y normalizar la interdependencia son pasos fundamentales.

Porque, como recuerda la psicóloga, la soledad no es el enemigo. Lo verdaderamente dañino es la creencia de que tenerla implica estar solo en el mundo.