Abrimos el móvil solo un momento. Un vistazo rápido a las noticias, una notificación, un vídeo más. Pero una hora después seguimos allí, deslizando el dedo por una secuencia inagotable de desastres: guerras, huracanes, crisis políticas, incendios, pandemias.
La pantalla se convierte en una ventana al fin del mundo —uno fragmentado en titulares y vídeos de 30 segundos— y nosotros, en espectadores atrapados.
Ese hábito de consumir sin freno noticias negativas tiene nombre: doomscrolling. Y aunque parezca inofensivo, los estudios apuntan que está deteriorando nuestro bienestar psicológico de formas más profundas de lo que imaginamos.
La palabra doomscrolling (o doomsurfing) combina doom —fatalidad— y scrolling —el gesto de desplazarse por contenido en pantalla—. Nació en foros anglosajones, pero su uso se extendió durante el confinamiento de 2020, cuando millones de personas buscaban explicaciones a una crisis sin precedentes.
Lo que empezó como necesidad de estar informados se convirtió, para muchos, en un ritual de ansiedad.
No es una simple moda: responde a un sesgo profundamente humano, el de negatividad. Desde el punto de vista evolutivo, prestar más atención a las amenazas que a los placeres ayudó a nuestros antepasados a sobrevivir.
En la era digital, sin embargo, ese instinto se ha vuelto contra nosotros. Las plataformas saben que lo negativo capta más atención, y sus algoritmos lo amplifican. El resultado es un cóctel perfecto de vulnerabilidad emocional y diseño tecnológico.
La psicología del gesto repetido
"Chequear el móvil se ha vuelto un reflejo casi automático", explica Patricia Gómez Salgado, profesora del Área de Metodoloxía das Ciencias do Comportamento de la Universidad de Santiago de Compostela. "Lo hacemos incluso cuando sabemos que lo que veremos puede angustiarnos".
La experta señala que detrás de este comportamiento actúa un mecanismo psicológico bien conocido: el refuerzo de intervalo variable: "El refuerzo que buscamos —esa notificación, ese nuevo like, ese mensaje— puede llegar en cualquier momento. Como no sabemos cuándo, nuestro cerebro repite la conducta una y otra vez. A veces recibimos la recompensa y sentimos satisfacción, lo que refuerza el hábito".
Este principio, el mismo que mantiene a un jugador frente a una máquina tragaperras, explica la naturaleza adictiva del scroll continuo. La dopamina, neurotransmisor asociado al placer y la anticipación, se libera cada vez que el cerebro espera una posible recompensa digital.
Pero Gómez Salgado añade una dimensión emocional más compleja: "Muchas veces no buscamos información, sino distracción. Consultamos el móvil para anestesiar emociones que no queremos sentir: aburrimiento, tristeza, enfado. Mantener el cerebro ocupado se convierte en una forma de evasión".
Ese comportamiento puntual puede funcionar como válvula de escape. El problema aparece cuando se convierte en el mecanismo principal de gestión emocional. Entonces, dice, "nos desentrenamos para afrontar lo que sentimos sin recurrir a la pantalla".
El algoritmo y la industria de la atención
Mientras el cerebro busca su dosis de dopamina, las plataformas afinan su maquinaria para mantenernos allí el mayor tiempo posible. "La lógica es simple", explica M. Luz Congosto Martínez, investigadora y profesora universitaria especializada en análisis de redes y visualización de datos.
"El negocio de las redes sociales se basa en tener muchos usuarios activos durante el máximo tiempo posible. Cuanto más tiempo pasas mirando, más anuncios ves", indica.
El resultado, según Congosto, es un ecosistema que prioriza la polémica, la emoción y la tensión. El algoritmo no busca que te informes, sino que no te vayas: "No implementarán medidas que reduzcan la actividad de los usuarios, porque va contra su negocio. Entre sus objetivos está ganar dinero, evitar la regulación y mantenerse alineados con el poder político de su país".
La espiral de la fatalidad
El doomscrolling no sólo alimenta la ansiedad: la produce. Un estudio publicado en Applied Research in Quality of Life encontró que quienes dedican más tiempo a consumir noticias negativas reportan niveles más bajos de bienestar y satisfacción vital. Otro, en Harvard Health, vincula este hábito con insomnio, tensión muscular y somatizaciones típicas del estrés crónico.
Gómez Salgado lo explica en términos claros: "Nuestro sistema nervioso no distingue entre una amenaza real y una percibida. Si el móvil nos mantiene en estado de alerta constante, el cuerpo responde igual que si estuviera en peligro: se acelera el pulso, se contraen los músculos, se altera el sueño".
Imagen de archivo de un adolescente utilizando el móvil por la noche en una cama.
A ese impacto fisiológico se suma el "trauma vicario", un término que describe el sufrimiento que sentimos al exponernos repetidamente a tragedias ajenas. "No es solo tristeza", advierte Gómez Salgado. "Es un estado de saturación emocional. El cerebro no tiene tiempo para procesar tanta información negativa, y acaba colapsando".
Adolescentes en la tormenta
Los niños y adolescentes son, sin ninguna duda, los más expuestos a un consumo digital descontrolado, ya que se encuentran en una etapa de desarrollo emocional y cognitivo vulnerable.
Según explica la profesora Gómez Salgado, los mensajes cargados de machismo, racismo o xenofobia, así como las imágenes idealizadas o sexualizadas, pueden afectar negativamente los valores de los más jóvenes, su autoestima y su percepción corporal, aumentando la probabilidad de trastornos alimentarios y conductas de riesgo.
Gómez Salgado añade que "en general, las interacciones con desconocidos se asocian a peores resultados en salud mental, mientras que las que se mantienen con amistades reales suelen ser beneficiosas".
La edad de acceso es muy importante, ya que se ha demostrado que los jóvenes que reciben su primer móvil antes de los 12 años tienden a mostrar un uso más intensivo y conductas de riesgo, como sexting pasivo, contacto con desconocidos o apuestas online.
Además, no puede olvidarse el papel clave de los padres: "Los adolescentes que acceden a la tecnología supervisados por los padres muestran menor incidencia de uso problemático. Y cuando los padres usan el móvil durante las comidas, los hijos presentan tasas más altas de riesgo online. El ejemplo, en este caso, educa más que la norma", subraya la profesora.
Por ello, recomienda acompañar el uso con reglas y diálogo, fijar límites horarios, definir espacios sin pantallas e interesarse por los contenidos que consumen los jóvenes.
Insiste también en la educación emocional: "El refuerzo que reciben los chicos no puede venir solo de las redes. Deben encontrar fuentes de autoestima offline y aprender a canalizar sus emociones: escribir, hablar, escuchar música, dar un paseo. Son herramientas que protegen del uso compulsivo".
Desde la perspectiva de la educación digital, Aitor Mensuro, director del Sector Público de Aulaplaneta y fundador del Observatorio Nacional de Educación Digital (ONED), subraya que el doomscrolling no se origina en las aulas, sino en entornos digitales no controlados.
Las escuelas proporcionan un uso estructurado y pedagógico de la tecnología, fomentando pensamiento crítico, autonomía digital y bienestar emocional. La clave no es limitar la tecnología en clase, sino emplearla con propósito: contenidos digitales de calidad, acompañamiento docente y entornos seguros permiten que los estudiantes aprendan a consumir información de manera consciente y equilibrada.
Mensuro destaca la importancia de combinar educación mediática y emocional para comprender los algoritmos y detectar fatiga digital, proporcionar entornos estructurados que orienten la atención hacia objetivos significativos y enseñar a los adolescentes a desarrollar competencias digitales responsables, transformando a los alumnos en creadores activos de contenido.
Subraya que "cuando la tecnología se utiliza de forma pedagógica, no solo mejora la motivación y los resultados académicos, sino que también contribuye a mitigar riesgos asociados al consumo compulsivo de información, asegurando experiencias de aprendizaje significativas y seguras, alineadas con el bienestar integral de los jóvenes".
Cómo escapar del ciclo
Romper el círculo del doomscrolling requiere estrategias en dos niveles: personal y estructural. Congosto lo plantea con pragmatismo: "Las plataformas no se van a autorregular. Por tanto, debemos aprender a neutralizar los algoritmos y tomar control de lo que vemos".
Entre sus recomendaciones, la investigadora sugiere priorizar siempre el contenido propio frente al que la plataforma recomienda de forma automática, ya que este último suele estar diseñado para maximizar el tiempo de conexión, no para informar.
También aconseja revisar con frecuencia los datos personales que compartimos y desactivar aquellas notificaciones que no sean realmente necesarias, de modo que el dispositivo deje de dictar el ritmo de nuestra atención.
Otra medida útil es limitar conscientemente el tiempo de uso o recurrir a aplicaciones que ayuden a controlarlo, evitando así que el desplazamiento por las pantallas se convierta en una conducta automática.
Congosto subraya además la importancia de verificar la información antes de compartirla, para no contribuir a la difusión de bulos o contenidos manipuladores que alimentan el clima de desinformación.
Finalmente, propone fomentar la pluralidad informativa, siguiendo cuentas que representen distintos puntos de vista y silenciando perfiles polarizantes, con el objetivo de recuperar una mirada más amplia, equilibrada y menos emocional sobre la realidad.
Estas pautas coinciden con las que promueven psicólogos y educadores digitales: introducir pausas tecnológicas, practicar la atención plena (mindfulness) y alternar el consumo informativo con actividades no digitales.
Gómez Salgado propone un enfoque complementario: "Podemos enseñar al cerebro a parar. Preguntarnos antes de abrir la app: ¿qué estoy buscando? ¿Información, distracción o evasión? Y si lo que necesito es descanso o consuelo, quizá la pantalla no sea la mejor opción".
La alfabetización digital emocional se vuelve crucial. Aitor Mensuro complementa esta idea al señalar que la educación digital debe capacitar a los jóvenes para interactuar con información de manera crítica, desarrollar competencias digitales responsables y cultivar bienestar emocional, tanto en el aula como fuera de ella.
La trampa de la personalización
Uno de los elementos menos visibles del problema es la personalización algorítmica. Cada gesto, cada 'me gusta', cada vídeo visto hasta el final construye un perfil invisible que determina qué veremos después. Así, el usuario recibe una versión sesgada del mundo: un espejo emocional que refuerza sus miedos y creencias.
Congosto advierte: "Si reaccionas con miedo o indignación, el algoritmo lo interpreta como interés. Y entonces te ofrece más contenido de ese tipo. Sin darte cuenta, entras en una cámara de eco emocional donde parece que todo está mal. Eso genera desconfianza, polarización y agotamiento".
Esta lógica tiene consecuencias sociales. Al reforzar los extremos y reducir la exposición a puntos de vista distintos, las plataformas alimentan la crispación colectiva. "La pluralidad protege contra la manipulación emocional", insiste Congosto. "Seguir a cuentas diversas no solo amplía la perspectiva, también reduce la carga negativa del feed".
Alfabetización digital emocional
El doomscrolling no se combate sólo con tecnología, sino con educación. "Debemos enseñar a los niños y adolescentes a convivir con la información del siglo XXI, no a temerla", afirma Gómez Salgado. Eso implica hablar de emociones, de sesgos cognitivos, de respeto digital y de pensamiento crítico.
"Si los jóvenes perciben que sus padres desconocen el mundo digital, acudirán menos a ellos cuando enfrenten una situación de riesgo online. La confianza es el mejor filtro de seguridad", alerta.
Esa alfabetización emocional debería extenderse también a los adultos. Entender cómo funciona el algoritmo, reconocer cuándo una emoción nos domina y saber detenernos a tiempo son las nuevas competencias del bienestar psicológico.
El doomscrolling es un síntoma de una tensión más amplia: la colisión entre el cerebro humano —lento, emocional, social— y las máquinas que lo estimulan con precisión milimétrica.
Las plataformas deberían asumir más responsabilidad: permitir mayor control del usuario, ofrecer opciones reales de pausa o transparencia en los algoritmos. Pero los cambios estructurales son lentos. Mientras tanto, la autorregulación y la conciencia crítica son nuestras mejores defensas.
Como concluye Gómez Salgado, "no se trata de demonizar la tecnología, sino de aprender a convivir con ella sin que dirija nuestra atención, nuestro ánimo ni nuestro tiempo".
Quizá la lección más profunda del doomscrolling sea que estar informados no es lo mismo que estar conectados. Y que, en medio del ruido, recuperar el silencio —aunque sea por unos minutos al día— puede ser el acto más revolucionario y saludable en nuestra era digital.
