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El pasado lunes 3 de marzo, en su sexta visita al país sudasiático de Bangladés, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), Filippo Grandi, clamó por la necesidad de un apoyo ineludible e inquebrantable para la interminable agonía de los refugiados rohingya. Su única pretensión: conseguir, por fin, soluciones eficaces que apacigüen el conflicto existente en la región de Asia del Sur.

Ahora bien, el epicentro del enfrentamiento se sitúa en Myanmar, que se corresponde con la antigua Birmania, una nación del sudeste asiático limítrofe con países como India o Bangladés. Una de las características notorias de esta nación es la existencia de numerosos grupos étnicos diferentes entre sí, donde cada uno de ellos presenta religiones, lenguas y movimientos insurgentes propios.

Sin embargo, pese a estar reconocidas estatalmente unas 135 etnias, alrededor del 90% de la población practica el budismo —una religión perteneciente a la familia dhármica, cuyo fundador es Siddharta Gautama—.

Los rohingyas, definidos por la ONU como 'un pueblo sin Estado y virtualmente sin amigos', sin embargo, se han constituido dentro de esta ubicación geográfica como una comunidad de religión musulmana, relegada mayormente a la región de Arakan o Rakhine. Dos de las zonas con menos recursos del país.

Así, la singularidad de este clan étnico radica en que, aun en pleno siglo XXI, el Estado de Myanmar no les reconoce la ciudadanía ni la nacionalidad. Un acto de desobediencia a la Convención sobre la Reducción de los Casos de Apatridia (1961) de la ONU, donde se establece que "toda persona nacida en el territorio de un Estado que no tenga otra nacionalidad tendrá derecho a la nacionalidad de ese Estado."

Y, pese a que el pueblo rohingya afirma que es descendiente de comerciantes árabes, el Estado birmano, por el contrario, asegura que son en realidad migrantes musulmanes de Bangladés que cruzaron a Myanmar durante la ocupación británica.

Viaje al pasado

Secundando dicha noción, durante la dictadura de Ne Win (1962-1988) en Birmania, se aprobaron la Ley de Emergencia sobre Inmigración (en 1974) y la Ley sobre Ciudadanía (en 1982), mediante las cuales, los rohingyas fueron declarados inmigrantes ilegales que no poseían el derecho a la ciudadanía en la nación.

Se cercioró entonces la división del estado entre el norte musulmán —víctimas de tortura, marginalismo, negligencia y represión— y el sur budista. Esto fue el desencadenante de la tensión persistente durante años entre las autoridades del país, mayormente bajo el mando dictatorial de Than Shwe, y el pueblo rohingya, que decidió congregarse en grupos radicales violentos como medio de reivindicación contra el Estado. 

Budistas en un templo de Myanmar. Pexels

Dicha espiral de violencia tan solo ha servido como el desencadenante de numerosos ataques brutales a posteriori entre ambas facciones. La prohibición a los rohingyas de participar en las elecciones de 2015, unido al estallido de una nueva oleada agresiva en contra de esta minoría étnica, el 25 de agosto de 2017, dieron pie a la crisis de los refugiados rohingyas de ese mismo año.

Fueron expulsados de sus casas, sus tierras, así como sus pertenencias, fueron quemadas y estuvieron obligados a abandonar su vida por completo en lo más valioso que tiene el ser humano: el calor del hogar. Y por si aquello fuera poco, se vieron forzados a emprender una arriesgada e inmediata travesía lejos de Myanmar, un país esclavo del recelo a las minorías. 

Pues, secundando las palabras de Desmond Tutu, el Nobel de la Paz, "un país que no está en paz consigo mismo, que no reconoce y protege la dignidad y el valor de todo su pueblo, no es un país libre". 

Miles de rohingyas murieron al emprender largos trayectos en barco hacia la zona de Malasia. Mientras que, alrededor de 150.000 se desplazaron a Bangladés, donde fueron acogidos en campos de refugiados, mayormente en la zona de Cox's Bazar.

Un pueblo perseguido

El Alto Comisionado de ACNUR, Filippo Grandi, aprovechó su última visita a la nación situada al este de la India, y en el Golfo de Bengala, para agradecer su compromiso en materia de ayuda humanitaria durante más de ocho años: "Bangladés ha sido un anfitrión extraordinario desde el inicio de la crisis. Las comunidades locales están compartiendo sus pocos recursos con los refugiados", afirmó Grandi. 

El Estado de Myanmar, por su parte, ha sido acusado por la comunidad internacional y distintas oenegés, de llevar a cabo una persecución y 'limpieza étnica' contra esta minoría, atentando contra sus derechos humanos. Con ello, los rohingyas, en situación de apátridas, han visto continuamente vulnerados sus derechos básicos como el acceso a la educación, a la sanidad e incluso la libre movilidad dentro del territorio.

Los refugiados rohingyas toman decisiones desesperadas para arribar a Bangladés. Andrew McConnell ACNUR

Las organizaciones humanitarias desplegadas en la zona calcularon que fueron unas 700.000 las personas afectadas por el éxodo, cifra que no se había producido desde el genocidio de Ruanda. Y según informes de la ONU, aun en la actualidad, esta terrible situación, lejos de mejorar, se encuentra al límite. 

La situación política en el país es insostenible y, a ello, se le suma la preocupante posición de los campos de refugiados. La falta de ayuda humanitaria para solventar las necesidades básicas de los roginhyas, la vulnerabilidad de las infraestructuras a los desastres naturales, así como la financiación aún insuficiente en los campamentos —donde el 52% de la población es menor de 18 años— suponen un reto crucial para afrontar esta violación de los derechos humanos.

Es indispensable concienciar al mundo de lo que sucede más allá de sus propias fronteras palpables. De acuerdo con Filippo Grandi, "con el paso del tiempo, y en ausencia de una solución para los refugiados rohingya por ahora, la movilización de recursos sigue siendo tanto un desafío como una prioridad".  

Ya en abril de 2018 en Myanmar tan solo permanecían menos de medio millón de rohingyas, de los cuales unos 120.000 estaban internados en campos de concentración y otros vivían confinados en sus pueblos. Pese a erigirse como una de las crisis humanitarias 'más largas del mundo y también una de las más olvidadas', que amenazan la seguridad y la defensa en el orden internacional, continúa siendo una historia invisible para gran parte del globo.

Refugiados rohingyas a su llegada a la playa de Dakhinpara, en Bangladés. ACNUR

Esta visita de cuatro días a Bangladés por parte del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados se enmarca en un contexto único para reforzar el compromiso de la entidad internacional en brindar apoyo a los más de un millón de refugiados rohingya. Para ello, ACNUR, junto con el Gobierno de Bangladés y más socios humanitarios, se dispone a proyectar el Plan de Respuesta Conjunta 2025 que detalla las necesidades humanitarias de los refugiados rohingya y sus comunidades de acogida.

Para Filippo Grandi, hasta que Myanmar no suponga "un retorno digno, voluntario, seguro y sostenible", la crisis no verá su final. Él mismo defiende que "debemos hacer todo lo posible para mantener vivas sus esperanzas".

Tratar de emprender condiciones óptimas para el retorno de los refugiados, además de fomentar una coexistencia pacífica entre las comunidades, es la única opción de dar el último colofón a un conflicto que viola los derechos inamovibles de cualquier ser humano.