Un grupo de activistas por el clima se reúne en una localización aislada de la civilización. Son dos amigas comprometidas con una campaña de desinversión en la industria fósil, un granjero expropiado por una gran petrolera, un periodista medioambiental o un nativo americano que ha visto como las tierras de sus antepasados eran expoliadas. Se preparan para la protesta de sus vidas. No es pegarse a un cuadro ni resistir pasivamente atados a un árbol en el emplazamiento de un proyecto minero. Van a volar un oleoducto por los aires.

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No es una noticia sacada de los informativos en EEUU. Al menos, de momento. Más bien es el arranque de How to blow up a pipeline, película de 2022 del director Daniel Goldhaber, estrenada en España como Sabotaje. Y eso que la traducción literal de su título tiene mucho que decir: cómo volar por los aires un oleoducto.

Una ficción muy cercana a la realidad, con toques de documental y de película de atracos, ya que en ella que vemos el plan, sus objetivos y las motivaciones de cada criminal, y que sobre todo busca hacer reflexionar al espectador sobre los límites, éticos o físicamente viables, de la lucha medioambiental. Actualmente en nuestro país se puede ver en la plataforma Filmin.

De lo que trata el filme no es un debate sobre el sexo de los ángeles, sino uno que existe realmente en el activismo climático y que algunos gobiernos empujan más que otros, de manera consciente. En España hemos visto como militantes de Scientist Rebellion o Futuro Vegetal eran tratados legalmente como terroristas, pese a que sus acciones no pasaron de lanzar zumo de remolacha en la puerta del Congreso o las controvertidas protestas de pegarse a cuadros del Museo del Prado, llamativas pero inofensivas.

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En Francia, en 2023, el Congreso ilegalizó a la organización Soulèvements de la terre (Levantamientos de la Tierra), un movimiento pacífico. Y en Estados Unidos fue un escándalo la desclasificación de cómo las fuerzas de seguridad estaban tratando como a una organización subversiva a los activistas de Standing Rock, en principio también adscritos a la filosofía no violenta.

Pero todo son menudencias, problemas del primer mundo, si se compara con los 177 activistas climáticos asesinados en países del Sur global durante 2022, uno cada dos días. Más de un 36% de ellos eran indígenas de regiones como América central o del sur o el sureste asiático que se oponían a proyectos extractivistas de minería o agroindustria. El problema es tan real que la ONU creó en 2023 un relator especial para los defensores del Medio Ambiente, cargo estrenado por Michael Forst, quien hasta entonces había ocupado otro equivalente dedicado a la protección de los defensores de los Derechos Humanos.

Una adaptación extraña

Sabotaje es una adaptación extraña en tanto que convierte en ficción un ensayo, How to blow up a pipeline, de Andreas Malm, traducido en España como Cómo dinamitar un oleoducto (Errata Naturae, 2022). Un libro polémico que propone, básicamente, contraatacar, una idea que causa singular rechazo en el movimiento ecologista, entendido este en un sentido amplio.

Malm, profesor universitario sueco de amplia trayectoria en el activismo climático, propone ir más allá de la resistencia civil pasiva y, sin causar muertes o daños a las personas, pasar al daño a la propiedad. Su tesis se remonta a luchas como la de los derechos civiles de los negros en EEUU en los años 60 o las de las sufragistas en Reino Unido a finales del siglo XIX y principios del XX. Y expone su propia experiencia junto a otros activistas paralizando proyectos mineros o gasísticos en Alemania (con éxito desigual, habría que aclarar).

En la película de Daniel Goldhaber, de hecho, se recoge una iniciativa del activismo medioambiental en Estocolmo que Malm pone como uno de sus primeros ejemplos: vaciar las ruedas de los SUV. Los famosos vehículos todoterreno, a veces de lujo y con prestaciones de turismo corriente, que se han convertido en un icono de potencia —y, a veces, masculinidad— para algunos aficionados al motor, que se entiende que suelen tener poco sentido en ciudad más allá del hecho en sí de presumir, o disfrutar, de su tamaño.

En España se han dado casos en Madrid y Barcelona. Y suelen ir acompañados de una nota en la que los activistas explican amablemente al propietario por qué le han fastidiado el vehículo… y quizás el traslado a su trabajo ese día, pero asumen que si tiene un SUV puede permitirse un billete de transporte público o similar.

Una oda a la desesperación

Sabotaje, con su ritmo de peli de golpe criminal, va planteando varios escenarios, desde la probable poca preparación de los activistas, con más voluntad que conocimientos criminales, hasta la vigilancia de los oleoductos o la necesidad de que el movimiento tenga publicidad. En parte, es una versión algo ingenua de la novela El Ministerio del Futuro (Minotauro, 2021), del escrito de ciencia-ficción Kim Stanley Robinson, en la que básicamente se propone que solo obligar a quienes se benefician de la crisis climática a abandonar sus negocios sería una solución real. Obligar mediante la fuerza, claro.

Ensayo y ficciones, así como protestas que buscan la polémica e incluso el rechazo violento, coinciden en algo: la desesperación. Es quizás la lectura que hay que sacar, más allá de si los oleoductos texanos corren peligro o no, y Sabotaje pueda darle ideas a alguien muy enfadado. En el activismo climático y en gran parte de la ciudadanía concienciada empieza a existir una sensación de cuenta atrás que se acaba, de momento decisivo que se deja pasar.

Los titulares catastrofistas son cada vez más reales y vemos las consecuencias del calentamiento global en las inundaciones de Reino Unido o la sequía en Andalucía y en Cataluña. Esta última además que se traslada directamente al día a día en forma de precios de los alimentos por las nubes.

Sabotaje termina con una secuencia de un grupo de militantes, diferente al de los protagonistas, que pasan a poner una bomba en un yate, junto al que dejan una nota similar a la que informaba al propietario del SUV de por qué la habían desinflado las ruedas. Para los activistas en redes que celebran con memes y montajes a las orcas que presuntamente atacan veleros de millonarios, es casi una fantasía aspiracional.

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El mensaje para quien desee escucharlo es que algo estamos haciendo mal —muy mal— en los países democráticos cuando a gente de diferentes orígenes, clases sociales o niveles de formación empieza a parecerle más sencillo volar infraestructuras por los aires que manifestarse pacíficamente.