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España se encuentra dentro de un debate global, que no es nuevo, que definirá la forma en la que habitaremos los espacios urbanos durante las próximas década.

La rápida evolución de nuestras capitales hacia modelos hiperconectados ha dejado de ser una promesa futurista para convertirse en una realidad tangible que afecta al día a día de millones de ciudadanos.

Este cambio de paradigma, impulsado por la necesidad urgente de mitigar el cambio climático y ordenar el flujo de vehículos, plantea una dicotomía fundamental sobre la libertad individual frente al bienestar colectivo.

Mientras las administraciones locales celebran la eficiencia de los algoritmos para gestionar semáforos y residuos, una parte de la sociedad civil observa con recelo el despliegue de una infraestructura de monitoreo sin precedentes.

No se trata únicamente de instalar sensores o mejorar la conexión a internet en las plazas públicas, sino de una reconfiguración completa de la gobernanza urbana donde los datos se convierten en el recurso más valioso y, a la vez, en un sistema que debe gestionarse con una ética rigurosa.

La transformación digital de las urbes

El concepto de ciudad inteligente ha arraigado con fuerza en parte de la geografía española, impulsado en gran medida por los fondos europeos y la necesidad de modernización administrativa.

Ciudades como Barcelona, Madrid, Valencia o Málaga han desplegado redes complejas de sensores que miden desde la calidad del aire hasta la ocupación de las plazas de aparcamiento en tiempo real.

Ciudades inteligentes: ¿un camino para lograr la sostenibilidad urbana?

Esta digitalización promete optimizar los recursos públicos, reduciendo el gasto energético del alumbrado o mejorando las rutas de recogida de basuras.

Sin embargo, la infraestructura necesaria para sostener este nivel de eficiencia requiere una captación constante de información.

Cada paso que da un ciudadano, cada vehículo que arranca su motor y cada interacción con el mobiliario urbano genera una huella digital que es procesada, almacenada y analizada.

La pregunta que le surge a algunos ciudadanos es si esta tecnificación masiva es una herramienta de servicio público o si, por el contrario, estamos construyendo una jaula de oro digital donde la privacidad es el precio a pagar por unos servicios más eficientes.

El caos del tráfico y la respuesta tecnológica

Uno de los catalizadores principales para la adopción de estas tecnologías en España ha sido la insostenible situación del tráfico rodado en los núcleos urbanos.

Los atascos no solo representan una pérdida millonaria de horas productivas, sino que son la fuente principal de ruido y estrés para la población.

Ante la imposibilidad física de ampliar las calles en centros históricos consolidados, la única solución viable ha sido la gestión inteligente de la demanda.

Aquí es donde entran en juego los sistemas de cámaras de reconocimiento de matrículas y los semáforos adaptativos.

Estos sistemas son capaces de leer el flujo vehicular y alterar los tiempos de paso para descongestionar avenidas principales sin intervención humana directa.

La eficacia es innegable, logrando reducciones significativas en los tiempos de desplazamiento. No obstante, para que el sistema funcione, el sistema debe saber quién eres, dónde estás y hacia dónde te diriges, eliminando el anonimato que tradicionalmente ofrecía la gran ciudad.

Zonas de bajas emisiones y control

La obligatoriedad de implantar zonas de bajas emisiones en todos los municipios españoles de más de cincuenta mil habitantes ha acelerado el despliegue de la vigilancia automatizada.

Lo que comenzó como una medida de salud pública para mejorar la calidad del aire se ha transformado en un sistema de control de accesos férreo y automatizado.

Las cámaras situadas en los perímetros de estas zonas no descansan; escanean miles de placas por hora, cruzando datos con las bases de la Dirección General de Tráfico para verificar etiquetas medioambientales y emitir sanciones de forma automática.

Este mecanismo ha demostrado ser disuasorio y efectivo para reducir los niveles de dióxido de nitrógeno, pero también ha normalizado la presencia de dispositivos de grabación en cada esquina.

La justificación ambiental es sólida y cuenta con respaldo científico, pero abre la puerta a un uso de la tecnología que podría extenderse a otros ámbitos menos justificados bajo el paraguas de la seguridad o el orden público.

La vigilancia como efecto colateral

Es difícil trazar la línea divisoria entre la gestión eficiente y la vigilancia masiva. Cuando una red de cámaras se instala para controlar el tráfico, esa misma red tiene la capacidad técnica de realizar seguimiento de personas, identificar comportamientos anómalos o servir como herramienta forense para las fuerzas de seguridad.

En España, la legislación sobre protección de datos es robusta, pero la tecnología avanza a una velocidad superior a la de la normativa.

El riesgo no reside tanto en el uso actual de estos dispositivos, sino en su potencial uso futuro o en la posibilidad de que estos datos caigan en manos equivocadas.

La integración de inteligencia artificial capaz de analizar vídeo en tiempo real permite, teóricamente, buscar a una persona específica por el color de su ropa o su forma de caminar a través de toda la ciudad.

Aunque las autoridades insisten en que los datos se anonimizan, la capacidad de reidentificación mediante el cruce de metadatos es una realidad técnica que preocupa a expertos en ciberseguridad y derechos civiles.

Salud pública frente a intimidad

El argumento más potente a favor de la sensorización masiva de las ciudades españolas es la salud.

La contaminación atmosférica es responsable de miles de muertes prematuras al año en el país, y los datos recabados por las estaciones de medición son vitales para activar protocolos de emergencia.

Mapa de ZBE de Sevilla El Androide Libre

Los defensores de las ciudades inteligentes argumentan que el derecho a respirar aire limpio prevalece sobre el derecho a no ser grabado conduciendo por el centro de la ciudad.

Esta visión utilitarista sostiene que, si la tecnología puede salvar vidas reduciendo accidentes y enfermedades respiratorias, su implementación es un imperativo moral.

Además, la gestión inteligente permite una respuesta más rápida de los servicios de emergencia, optimizando rutas para ambulancias y bomberos, lo que añade una capa de seguridad vital para la ciudadanía.

El debate se centra entonces en la proporcionalidad: ¿es necesario grabar todo el tiempo para obtener estos beneficios, o existen métodos menos intrusivos para lograr los mismos objetivos?

La economía de los datos urbanos

Detrás de la infraestructura de las ciudades inteligentes existe un ecosistema económico complejo. Empresas tecnológicas, operadoras de telecomunicaciones y consultoras compiten por los contratos para gestionar estos sistemas.

Los datos generados por la ciudad tienen un valor incalculable no solo para la administración, sino también para el sector privado.

Smart City Sergio Souza

Saber cómo se mueven los ciudadanos, dónde se detienen y cuáles son sus hábitos de consumo permite diseñar estrategias comerciales de gran precisión.

Aquí surge el temor a la privatización de la información pública. Si bien los ayuntamientos son los titulares de los datos, a menudo son empresas privadas las que los procesan y almacenan.

Garantizar que esta información no se utilice para fines comerciales o discriminatorios es uno de los grandes retos regulatorios del momento.

La soberanía digital de las ciudades españolas depende de su capacidad para mantener el control sobre esta infraestructura crítica sin depender excesivamente de proveedores tecnológicos externos que operan con lógicas de mercado.

El papel de la inteligencia artificial

La incorporación de la inteligencia artificial en la gestión urbana marca un punto de inflexión. Ya no se trata solo de recolectar datos, sino de predecir comportamientos.

Los sistemas predictivos pueden anticipar dónde se producirá un atasco antes de que ocurra o qué contenedores se llenarán primero.

Sin embargo, el uso de algoritmos en la toma de decisiones públicas conlleva el riesgo de sesgos automatizados.

Si un algoritmo decide, basándose en datos históricos, que una zona requiere mayor presencia policial o menos frecuencia de limpieza, se pueden perpetuar desigualdades sociales existentes.

Oslo es una de las ciudades que se sitúa en los primeros puestos de los rankings de sostenibilidad y 'smart cities'

En España, se está empezando a debatir la necesidad de auditorías algorítmicas que garanticen que las decisiones tomadas por las máquinas sean justas y transparentes.

La caja negra de la inteligencia artificial no puede ser una excusa para la falta de rendición de cuentas en la administración pública.

Resistencia ciudadana y aceptación

La reacción de la ciudadanía española ante este despliegue tecnológico es mixta. Mientras que las generaciones más jóvenes, nativas digitales, tienden a aceptar con mayor naturalidad la cesión de datos a cambio de servicios, otros sectores de la población perciben estas medidas como una intromisión inaceptable.

Movimientos vecinales en varias ciudades han protestado contra la instalación de cámaras o la imposición de restricciones de movilidad basadas en criterios tecnológicos que consideran elitistas.

Manifestación de transportistas en el centro de Madrid Europa Press

Existe una brecha digital que amenaza con dejar atrás a quienes no pueden interactuar con la ciudad a través de aplicaciones móviles o que no pueden permitirse vehículos que cumplan con los estándares ambientales exigidos por los sistemas de control.

La ciudad inteligente corre el riesgo de convertirse en una ciudad excluyente si no se diseñan mecanismos de integración que tengan en cuenta la diversidad social y económica de la población.

Hacia un equilibrio necesario

El futuro de las ciudades españolas no pasa por rechazar la tecnología, sino por democratizarla. La solución al dilema entre vigilancia y eficiencia reside en el diseño de sistemas que prioricen la privacidad desde su concepción.

Es técnicamente posible contar vehículos sin registrar matrículas, medir aforos sin identificar rostros y gestionar servicios sin rastrear individuos. La clave está en la voluntad política de imponer estos límites técnicos.

La transparencia debe ser absoluta. Los ciudadanos tienen derecho a saber qué sensores les rodean, qué datos recogen, para qué se utilizan y cuándo se destruyen. Solo mediante un pacto social que garantice que la tecnología está al servicio de las personas, y no al revés, se podrá legitimar el uso de estas herramientas poderosas.

España tiene la oportunidad de liderar un modelo europeo de ciudad inteligente que se diferencie de los modelos de vigilancia autoritaria observados en otras partes del mundo. No en vano es uno de los países del entorno con mejor uso de la digitalización administrativa.

El caos del tráfico y la contaminación son problemas reales que requieren soluciones urgentes, y la tecnología es nuestra mejor aliada para combatirlos.

El desafío de los próximos años será demostrar que es posible tener aire limpio y calles ordenadas sin necesidad de convertir el espacio público en un escenario de control permanente.