El vacío era inmenso, casi tangible, cuando el calendario marcó el inicio de 2025. Por primera vez en más de dos décadas, el circuito ATP arrancaba sin la sombra alargada ni la esperanza de retorno de Rafa Nadal, retirado definitivamente tras aquella emotiva Copa Davis en Málaga a finales de 2024.
El tenis español, huérfano de su mayor leyenda, volvió la mirada de manera unánime y casi asfixiante hacia Murcia. Carlos Alcaraz, con apenas 21 años al arrancar el año, no solo tenía la misión de competir, sino la de llenar un espacio que parecía reservado para la eternidad.
La temporada, sin embargo, no sería una simple sucesión de partidos, sino un viaje de madurez acelerada que culminaría de la forma más inesperada posible: rompiendo el último lazo que le unía a su etapa de formación.
El 2025 de Alcaraz será recordado como el año de su coronación definitiva, el curso en el que dejó de ser el 'heredero' para convertirse en el monarca absoluto, cerrando el año como número uno del mundo y firmando registros intimidantes: 72 victorias en 80 partidos y ocho títulos -dos Grand Slam- en sus vitrinas. Pero bajo el brillo de los trofeos y la estadística impecable, se fraguaba una tormenta interna.
La temporada, que había servido para cicatrizar la ausencia de Nadal con victorias en la tierra batida de París y el cemento de Nueva York, terminó con un golpe seco fuera de la pista: el adiós a Juan Carlos Ferrero. La ruptura con su entrenador, mentor y segundo padre deportivo ha dejado al tenis mundial en estado de shock, planteando interrogantes inquietantes.
Un inicio con dudas
El año comenzó con la resaca emocional de la despedida de Nadal todavía presente. En el Abierto de Australia, el primer gran escenario sin el manacorí, Alcaraz aterrizó con la presión de ser el único referente. Las expectativas eran máximas, pero la realidad en Melbourne fue un jarro de agua fría.
Carlos Alcaraz y Novak Djokovic, tras su último duelo en el Open de Australia
Su derrota en cuartos de final ante un incombustible Novak Djokovic -quien parecía resistirse a entregar la guardia pretoriana del 'Big Three'- sembró las primeras dudas. Alcaraz se mostró errático, ansioso, como si la responsabilidad de portar la bandera en solitario le pesara en las piernas.
La prensa internacional cuestionó si el murciano estaba listo para liderar sin red de seguridad. Aquel tropiezo, sin embargo, sería el combustible necesario para la reacción.
Lejos de hundirse, febrero trajo la calma. Alcaraz optó por blindarse en el trabajo y los resultados no tardaron en llegar. Su victoria en el ATP 500 de Róterdam fue balsámica, un título en pista cubierta que demostraba su versatilidad y calmaba las aguas.
Pero fue con la llegada de la gira de arcilla cuando la narrativa del año sin Nadal cobró su verdadero sentido. Alcaraz entendió que la mejor forma de honrar el legado no era imitándolo, sino dominando su territorio.
La primavera de la confirmación
La temporada de tierra batida fue un monólogo. Con la ausencia de Rafa, la 'Copa de los Mosqueteros' buscaba dueño, y Alcaraz presentó su candidatura con una autoridad aplastante. Primero conquistó Montecarlo, un torneo que se le había resistido, y posteriormente levantó el título en Roma, enviando un aviso a navegantes antes de llegar a París.
Pero fue en Roland Garros donde la historia le reservaba su capítulo más épico. La final no fue un partido, fue una guerra de trincheras contra su gran némesis generacional, Jannik Sinner. Durante cinco horas y 42 minutos -la final más larga en la historia del torneo-, español e italiano llevaron el tenis a una nueva dimensión física y mental. Alcaraz sobrevivió a dos bolas de partido en contra en el cuarto set para acabar imponiéndose en un quinto parcial agónico.
Su victoria en la final de París no fue solo un triunfo deportivo; fue un acto simbólico que cimentó la rivalidad que definirá la próxima década. Al levantar su segunda Copa de los Mosqueteros consecutiva, Alcaraz ocupó definitivamente su lugar. Ya no era el príncipe que cuidaba el trono, sino el rey que gobernaba sobre la tierra roja.
Carlos Alcaraz celebra la victoria en Roland Garros.
La imagen de Carlos celebrando en la Philippe Chatrier, sin la sombra de Nadal proyectándose sobre el torneo por primera vez, marcó el verdadero inicio de su era.
Verano de contrastes
Tras la gloria de París y un breve paso triunfal por la hierba de Queen's, el destino volvió a cruzarle con Sinner en la catedral del tenis. Wimbledon fue el escenario de la revancha del italiano, quien, aprendiendo de la lección parisina, planteó una final táctica y cerebral que desarmó al murciano en cuatro sets. Aquella derrota en Londres dolió, impidiendo el doblete canal-tierra, pero sirvió para reavivar el fuego competitivo de Carlos de cara al cemento.
La gira norteamericana de pista dura devolvió al mejor Alcaraz. La victoria en el Masters 1000 de Cincinnati sirvió de aperitivo para el plato fuerte: el US Open. En Nueva York, bajo las luces de la Arthur Ashe, Alcaraz desplegó un tenis total. Su triunfo en Flushing Meadows, el segundo de su cuenta particular en la Gran Manzana, cerró el círculo de los Grand Slams de 2025.
Con Roland Garros y el US Open en el bolsillo, sumando un total de seis majors en su carrera y asegurando el número uno del año, el debate sobre la sucesión estaba cerrado. Alcaraz había firmado la temporada más regular y dominante de su carrera, ganando en superficies opuestas y demostrando una madurez competitiva impropia de su edad.
El desgaste de una relación
Pero mientras en la pista todo era luz, en la sombra crecían las grietas. El otoño trajo consigo un Alcaraz más serio, más introspectivo. A pesar de sumar el título en Tokio y cumplir con las expectativas en la gira asiática, algo no fluía con la naturalidad de antaño en su box.
Los rumores se dispararon en noviembre, durante las ATP Finals de Turín, donde, pese a su condición de favorito, se le vio mentalmente agotado. Y entonces, llegó diciembre. Lo que debía ser un mes de celebración y planificación para 2026 se convirtió en el escenario de la noticia más impactante del año.
Carlos Alcaraz, celebrando con su equipo, sin Ferrero, tras ganar el torneo de Tokio
Apenas 48 horas después de unas negociaciones contractuales fallidas, saltó la bomba: Alcaraz y Ferrero separaban sus caminos.
Las razones mezclan lo económico y lo personal en un cóctel amargo. Se habla de divergencias en la renovación del contrato del técnico, con unas pretensiones económicas que el entorno del jugador consideró desmedidas tras un año de récords en ingresos. Pero más allá del dinero, subyace un motivo vital: la necesidad de Alcaraz de 'volar solo'.
El jugador, ya convertido en hombre, reclamaba mayor autonomía en la gestión de su calendario y sus entrenamientos, chocando con la disciplina férrea -casi paternal- que Ferrero había impuesto desde sus inicios en la academia de Villena.
"Me hubiera gustado seguir", declaró Ferrero, una frase lapidaria que dejaba claro que la decisión no fue mutua. La ruptura deja a Alcaraz ante un abismo nuevo. Ha conquistado el circuito con ocho títulos en una sola campaña, ha superado el año uno sin Nadal, pero ahora deberá enfrentarse al reto más difícil: mantenerse en la cima sin la brújula que le guio hasta ella.
El 2025 termina como empezó, con una ausencia dolorosa, pero esta vez, la soledad en la cumbre es elegida.
