El día que comenzó el Abierto de los Estados Unidos, mientras Novak Djokovic se deshacía de Roberto Carballés (6-4, 6-3 y 6-4) y Roger Federer se preparaba para enfrentarse a Sumit Nagal en la famosa sesión nocturna del último grande de la temporada, Andy Murray debutaba con victoria en el Rafa Nadal Open, el Challenger que se disputa en la academia del campeón de 18 grandes desde el año pasado. El triunfo del británico ante el desconocido Imran Sibille (6-0 y 6-1 en 42 minutos) le dio su primera victoria individual desde enero, pero dejó flotando una pregunta que tiene una respuesta perfecta para comprender el ADN de Murray.

¿Qué hace el ex número uno mundial, ganador del US Open en 2012, disputando una prueba del circuito Challenger? ¿Por qué está Murray en Manacor y no en Nueva York? ¿Qué ha llevado al británico a jugar un torneo que por galones ya no le corresponde? Una palabra vale para contestar a todo de una vez: hambre.

El pasado mes de enero, antes del Abierto de Australia, Murray anunció su decisión de retirarse. Tras muchos meses luchando con la cadera, dolorido hasta el extremo de sufrir al caminar, el británico se plantó, desvelando sus planes de competir en Melbourne, no jugar nada más y cerrar luego su carrera en Wimbledon, si es que conseguía aguantar entero hasta entonces. El campeón de tres grandes cayó en su estreno en el primer grande del año con Roberto Bautista, en un cruce taquicárdico que se decidió en el quinto set, y días después pasó por el quirófano, por segunda ocasión, para realizarse una reconstrucción de cadera que le abrió una puerta a la esperanza.

Si antes de operarse Murray buscaba simplemente poder llevar una vida normal, y quizás tener una despedida digna en Wimbledon, cuando abandonó el hospital con una cadera de metal y empezó la rehabilitación se dio cuenta de que posiblemente podría replantearse la idea del adiós, un pensamiento que se reafirmó según pasaron los meses y que se confirmó cuando el tenista volvió a agarrar una raqueta para examinar sus sensaciones.

Así, el británico regresó a la competición jugando dobles con Feliciano López en Queen’s, donde la pareja se hizo con el título de campeones en una semana mágica, y participación en Wimbledon de la mano del francés Herbert (dobles) y junto a Serena Williams (dobles mixto). Días después, y viendo que se mantenía libre de dolor, Murray se atrevió a intentarlo en solitario en Cincinnati (perdió con Richard Gasquet) y Winston-Salem (cayó ante Tennys Sandgren), descartando el Abierto de los Estados Unidos por el formato de los partidos de un Grand Slam (al mejor de cinco sets, en lugar de tres), y optando por refugiarse de nuevo en el dobles para competir en la Gran Manzana, a falta de encontrar pareja.

Algo, sin embargo, cambió en la cabeza del británico: de un día para otro, Murray aparcó su intención de buscar un compañero para Nueva York y pidió una invitación para jugar el Challenger en la Rafa Nadal Academy.

A Murray, que lo ha ganado todo (número uno mundial, campeón de tres grandes, doble oro olímpico…), no le tembló el pulso para marcharse a jugar a Manacor, alejado de todos los focos, mientras Federer, Rafael Nadal y Djokovic se lanzaban en Nueva York a la carrera por la historia, en la que muchos metieron durante un tiempo al británico (tres trofeos del Grand Slam, muy lejos de los 16 del serbio, 18 del español y 20 del suizo).

Eso, claro, se llama de muchas maneras: avidez, deseo, pasión, anhelo o fuego interno. Es la única manera de comprender cómo alguien con una carrera de oro se arremanga en el fango para volver a sentirse competitivo y poder soñar con aspirar a volver arriba.