París

Conjugar la historia en el presente nunca pareció tan fácil. Para convertirse en mito, Novak Djokovic solo necesita superar un gris inicio en la final de Roland Garros y luego arrasar 3-6, 6-1, 6-2, 6-4 a Andy Murray, que acaba felicitando la gesta de su oponente. El serbio, que dibuja con su raqueta un corazón gigante en la tierra batida y luego se deja caer en el centro, tiene mucho que celebrar con la llegada del trofeo a su vitrina: desde hoy mismo es una leyenda inmortal.

 

Al ganar el título en París, Nole entra automáticamente en el Olimpo del tenis mundial, donde están los otros siete jugadores que han conseguido conquistar las cuatro catedrales del circuito y completar el Grand Slam (Fred Perry, Don Budge, Roy Emerson, Rod Laver, Andre Agassi, Roger Federer y Rafael Nadal), suma 12 grandes (desempatando con el sueco Borg) y se coloca en la tercera posición histórica de máximos campeones, mirando muy de cerca los 14 de Pete Sampras y Nadal. Ya es imposible ocultarlo: Djokovic, el primer jugador desde 1969 (Laver) que gana de forma consecutiva los cuatro torneos del Grand Slam, ha puesto rumbo al infinito.

 

En su cuarta final de Roland Garros (2012, 2014 y 2015), Djokovic se encuentra en un buen lío que arregla excepcionalmente al remontar el encuentro de un bocado, borrando a Murray de la pista tras perder la primera manga. Inalterable ante la tensión del momento, posiblemente expuesto a uno de los días más complicados de su larga carrera de triunfos, el número uno supera la presión de verse abajo en el duelo con una lección de fe inquebrantable en sus fabulosas capacidades.

 

Esto es lo que ocurre. Bajo una pitada tremenda, Murray se enfrenta al primer momento clave del partido: sacando para ganar la primera manga (5-3 y 15-0), el árbitro corrige una decisión del juez de línea y transforma una doble falta del británico (según el línea) en un saque directo. La gente explota en un mar de quejas y el cruce se detiene unos minutos porque es imposible jugar con ese estruendo. Para el número dos no es nada nuevo. El británico ya ha visto a la grada negarle su apoyo (“¡Nole! ¡Nole! ¡Nole!”, cantan desde el principio) al ritmo de las banderas serbias, que ondean durante toda la tarde.

Ajeno a ese ambiente infernal, como si estuviese jugando una final de Copa Davis en el corazón de Belgrado, el campeón de dos grandes protagoniza un parcial inaugural brillante. No es el Murray especulador y dubitativo de otros días, es un Murray que se lanza al cuello de Djokovic dispuesto a arrancarle la victoria de las manos, a quitarle el título Roland Garros. Agresivo, el número dos exhibe la mejor versión de su derecha, que Nole sufre para leer en los largos intercambios del comienzo. Ni los vibrantes ánimos de los aficionados serbios pueden evitarlo: Murray va a ganar la copa si sigue jugando así.

 

Sucede que mantener ese nivel tan alto en un deporte de vasos comunicantes (cuando baja uno, sube el otro) es casi imposible. Así, la vuelta al partido de Djokovic es fulminante. Con los ojos inyectados en sangre, el serbio se desgañita pidiéndose una reacción. Para Nole, el simple hecho de pensar en la posibilidad de perder otra final en Roland Garros debe ser una sensación muy parecida a la de un hijo al que su padre acaba de llamar fracasado en la cara. Muy doloroso. Por eso, el número uno canaliza la rabia en buenas intenciones para empatar el cruce aplastando a Murray, recuperándose del guantazo del arranque y dominando con mano de hierro hasta que el trofeo es suyo.

 

Pasada la primera hora, la final está donde quiere Nole. El serbio ha empezado a jugar de verdad, encontrando por fin el revés paralelo (¡qué daño le hace a Murray ese tiro) y aparcando los errores del inicio. Tras hacerse con el control del partido, el número uno hace con su rival lo que quiere. El británico, falto de consistencia para sostener los latigazos de Djokovic, empieza a perder la paciencia y eso es lo peor que puede pasarle. Se ensucia, se enreda y necesita un esfuerzo titánico para ganarle un punto al serbio. Empapado en sudor, Murray ve la pelota tan pequeña como una canica y eso se traduce en su número de golpes ganadores (que desciende alertamente) y en los fallos (que se amontonan) acumulados después del primer set.

 

Cuando el número uno aprieta en la tercera manga (4-1 y saque), Murray está cerca de bajar los brazos, rozando las 20 horas en pista después de uno de los torneos más exigentes de toda su carrera (con dos partidos a cinco mangas y tres por encima de las tres horas de duración). El británico, en caída libre, no encuentra forma de frenar lo que está pasando. Aunque juega el cuarto set, el partido pertenece a Djokovic desde hace rato, como también la copa de campeón, bien merecida después de tantos intentos frustrados. Ni el ligero vértigo final del número uno (pierde el saque con 5-2 y tiene que cerrar el encuentro con 5-4) impide lo inevitable: un triunfo perseguido desde 2012.

 

Antes de escuchar el himno serbio, antes de tener el título entre sus brazos, Nole sonríe con satisfacción y su mirada impone mucho miedo. Pueden temblar todos, y ahí también van incluidos Federer y Nadal. Salvo que se canse de ganar, algo que parece improbable en un animal competitivo con ese ADN, Djokovic cada vez está más cerca de convertirse en el mejor jugador de la historia.

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