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Priscila dos Santos convirtió unas galletas y un vaso de zumo en la puerta de entrada a una carrera internacional en el balonmano, pese a unos inicios marcados por la precariedad económica y los prejuicios hacia el deporte femenino.

La exjugadora brasileña recuerda -en una entrevista al podcast Los Fulanos- que nunca faltó comida en casa, pero había alimentos básicos que estaban fuera del alcance de su familia, lo que hizo especialmente atractivo el proyecto municipal que ofrecía merienda a los niños a cambio de probar el balonmano.

Su madre, que la crió sola y con pocos recursos, se oponía a que jugara porque asociaba el balonmano con un deporte brusco, casi violento, y además lo consideraba "de chicos", empujándola primero a natación y luego a voleibol, deportes en los que la jugadora asegura que lo pasó mal y no logró adaptarse.

El flechazo con el balonmano llegó en el colegio, donde lo relacionó enseguida con el balón prisionero, un juego que le encantaba y en el que disfrutaba lanzando el balón y compitiendo con otros niños.

Su altura y condición de zurda le dieron pronto ventaja y, una vez logró convencer a su madre para apuntarse, empezó a evolucionar con rapidez hasta ser convocada en su primer año para la selección de su provincia, Minas Gerais.

Los inicios, sin embargo, estuvieron lejos de cualquier glamour profesional: entrenaba a diario desde las dos de la tarde hasta las ocho de la noche en una pista al aire libre, sin sombra ni protección solar, y jugaba con zapatillas Converse viejas porque no podía permitirse calzado específico.

Pese al sol abrasador, la falta de medios y las jornadas interminables, dos Santos explica que se sentía feliz porque el balonmano le permitió viajar, hacer amigas y, sobre todo, formarse como persona en un contexto en el que este deporte estaba muy por detrás del fútbol en reconocimiento y apoyo en Brasil.

Un 'sueldo' mínimo

El salto a São Paulo evidenció hasta qué punto el balonmano femenino estaba mal pagado: su primer salario fue de 150 reales al mes, unos 20 euros, una cantidad que ella misma compara con unos 20 euros y que apenas le alcanzaba para comer huevo todos los días.

Su madre, desde su ciudad natal, llegó incluso a mandarle algo de dinero extra para que pudiera comprar carne, mientras la jugadora encadenaba entrenamientos, estudios universitarios de fisioterapia gracias a una beca deportiva y largos trayectos en autobús por una ciudad en la que le costó adaptarse al ritmo y al anonimato.

Convivir en equipos juveniles con compañeras que ya habían disputado mundiales y torneos internacionales le hizo ver por primera vez la posibilidad de aspirar a la selección brasileña y a un nivel competitivo más alto.

Su progresión la llevó a firmar contratos algo mejores, de 400 reales, en torno a 64 euros, y a recalar en uno de los clubes punteros de Brasil, la Metodista, con la que disputó ligas nacionales y compartió vestuario con jugadoras que habían triunfado en Europa y a las que ella había visto por televisión.

Dos Santos subraya que sus padres insistieron siempre en que estudiara porque el deporte "no es para siempre", una idea que la llevó a compaginar las pistas con la formación académica como plan B.

Esa mentalidad, unida a las dificultades económicas y a la escasa valoración social de su disciplina, explica que hoy se declare agradecida al balonmano no solo por haberla llevado a Europa, sino también por haberle dado la resiliencia necesaria para emprender nuevos proyectos una vez concluida su etapa profesional.