Conocí hace poco a un culé encantador. Sesenta y tantos, perfil intelectual, modales exquisitos. Profundamente en contra, eso sí, del posicionamiento inequívocamente independentista del club catalán. No ha apostatado pese a ello de su fe blaugrana, que le viene de niño, pero la politización y radicalización de la entidad que adora ha añadido un matiz a su filiación futbolera. “Cuando ganan me alegro porque soy culé desde los 7. Cuando pierden me alegro porque pienso en todos los indepes que andarán fastidiados. Es un chollo. Todo me conviene. Estoy feliz pase lo que pase”.



Qué postura tan admirablemente epicúrea si no fuera por su inevitable cara B.



Este amigo culé estará ahora feliz porque ha ganado su equipo de la infancia, pero triste por la inevitable alegría de tantos y tantos partidarios de la causa soberanista (aficionados, periodistas afines, directivos, jugadores, ex jugadores) que ven en el Barça su principal instrumento de propaganda deportiva. En su confesión, mi amigo trataba de ahorrarme las contrapartidas tristes de esa dualidad, pero no hay que ser un genio para percatarse de ellas.





Los que somos madridistas no vivimos instalados en tan curiosas consideraciones. Ajeno como es nuestro equipo a cualquier causa política, cuando ganamos disfrutamos como enanos (con perdón), de igual modo que sufrimos lo indecible cuando perdemos sin pararnos a pensar si habrá alguien del Real Madrid con el que discrepamos políticamente y de cuyo pesar madridista, para compensar, nos alegremos.





Así que hoy estamos mal. Muy mal si se quiere. Ha perdido nuestro equipo, lo cual carece de repercusión alguna en términos políticos. Nuestra desgracia no es positiva ni negativa para causa ideológica alguna. No existen agravantes ni compensaciones. Hemos perdido además ante el más enconado adversario, en nuestro propio campo. El Barça nos ha ganado en buena lid y nos ha dejado para el arrastre en la competición liguera, a una distancia vergonzante de puntos del líder, que sale del Bernabéu sabiéndose (o creyéndose, quién sabe) campeón en Navidad. “Campeones, campeones”, cantaban los aficionados azulgranas presentes en el coliseo blanco. Saberse (o creerse) campeón de una competición en Navidad tiene (otra vez las contrapartidas) un reverso oscuro: tú te sabes (o te crees) campeón, pero la competición prosigue aunque tú ya no lo quieras. Hay que gestionar eso, y puede no ser fácil.





Pero no fue el de “Campeones, campeones” el único grito lanzado al cielo brillante de Madrid por las huestes culés. “Votarem, votarem”, me pareció que cantaban cuando sus héroes inauguraron el marcador. Si escuché mal y no lo hicieron ellos, lo hizo Laporta en su casa, frente a la tele. Y Karmele Marchante.





Enhorabuena, pues, a los culés, pero mi más sentido pésame también a (paradójicamente) la gran mayoría de ellos. La cosa política tiene que ser, también, muy difícil de gestionar internamente.





Que se lo pregunten a mi amigo.