Querido Michael Robinson: nos diste aquella entrevista a sabiendas de que no iba a salir publicada en ninguna parte, plenamente consciente de que éramos un par de estudiantes de Periodismo con más entusiasmo que oficio.

Llegamos a Madrid desde Pamplona armados de admiración. Pagaste la cuenta, nos diste un abrazo y ofreciste tu casa por si perdíamos el tren de vuelta. Desde entonces, me ayudaste siempre que te lo pedí. También consciente de que, en esa sinergia profesional, tú siempre dabas y yo ganaba.

Hace unos meses publiqué un libro sobre tu querido Osasuna. Quise presentarlo contigo en Madrid. ¡Qué bien lo habrías pasado con el vasco Aguirre! Tu respuesta a mi mensaje me dejó sin aire. La he releído varias veces esta mañana: "Hola, Dani. ¡Es, desde luego, lectura obligada! Ahora me hallas hibernando en Marbella. Sólo me muevo para cumplir con mis obligaciones laborales. Quiero estar a solas con mi mujer. Gracias por acordarte de mí. Te mando un abrazo fuerte".

No es una mañana esta para escribir... pero sí para darte las gracias. Con mayúsculas y de forma reiterada. Me quedo con el clin-clin de los hielos de aquella tarde de sol y primavera. Con tus anécdotas, tu inconfundible acento y tu entrega. En estas líneas que siguen está el capítulo que te dediqué. Es, de veras, lo mejor que he podido brindarte. Hasta siempre. En los córners de Graderío Sur, ya habrá dos rematadores. Acabas de unirte a San Fermín.

Cuando yo era un niño que veraneaba en Cambrils, Michael Robinson (Leicester, 1958) ya era muy famoso. Para mis amigos ajenos a Pamplona y a Osasuna, se trataba del hombre que ilustraba la portada del PC Fútbol. Para mí era el protagonista de aquellas fotos en blanco y negro; las más seductoras de las que he visto tomadas en El Sadar.

Me parecía increíble que un icono internacional hubiera sido antes nuestro símbolo. Me encantaba que Robin hubiese salido de nuestras trincheras. Detrás de sus canas y de sus corbatas anchas y granates, imaginaba al corpulento delantero que acababa los partidos con las rodillas destrozadas.

Todo empezó con esta imagen, ya en color: un Michael exhausto, los ojos casi cerrados, camina sobre el césped con la camiseta rota y el pecho al aire. Llegué un pelín tarde. Nunca le vi jugar. Por eso, desde muy crío, pregunté a mis mayores: "¿Cómo era Robinson en el campo?". A Miguel, mi padrino, todavía se le iluminan los ojos. Dice que no ha conocido otro jugador que generara tal conexión con la grada. Estuvo algo más de dos temporadas, desde la 86-87 hasta la 88-89.

Robinson, exhausto, durante un partido con Osasuna.

Hasta que llegó Robinson, El Sadar no había conocido un delantero criado en la Premier League. El arquitecto del estadio miró a Inglaterra antes de dibujar los planos. Aquel jugador nacido en Leicester era la cuadratura del círculo. La pieza que faltaba para completar el engranaje. A través de las vallas verdes que encerraban el campo, me cuenta Miguel, se veía a un Robinson que convertía los córneres en una batalla campal, un tanque que hacía temblar los cimientos cuando peinaba los saques de puerta. Él sabía de su genuino carácter.

Preparaba celebraciones curiosas. Espoleaba, como Ben-Hur sobre su cuadriga, las gargantas de Graderío Sur. Robin, a pesar de sus castigadas rodillas, insufló al equipo una especie de energía nuclear. Llegó en el mercado de invierno para librar a Osasuna del descenso. Anotó siete dianas y lo consiguió. A partir de ahí, sus registros goleadores se desinflaron, pero el cuerpo técnico sabía de su imprescindible presencia. Hasta el punto de que, lesionado, le ofrecieron jugar tan solo los partidos de casa.

Michael John Robinson fue condecorado con la insignia de oro y brillantes; la medalla más poderosa del club. Me consta que, en un primer momento, quiso rechazarla. Transmitió a Osasuna un mensaje parecido a este: "Yo he estado apenas tres temporadas. Muchos han dado toda una vida por el equipo, incluso sin cobrar". También deslizó algunos nombres como los de Iriguíbel o Echeverría, "verdaderos merecedores" de tal reconocimiento. La directiva de entonces anunció el premio de sopetón y Robin, muy agradecido, algo incómodo, la recogió.

Cuando estaba en tercero de Periodismo, hacía tiempo que andaba a la caza de una excusa para entrevistar a Robinson. A mi compañero Gorka Fiuza le ocurría lo mismo. Conseguimos su teléfono. Le llamamos entre clase y clase, desde los pasillos de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra. La conversación que le propusimos era poco atractiva. No iba a salir publicada en ningún sitio. Nosotros éramos un par de plumillas con poca experiencia. Robinson, contra todo pronóstico, nos prometió que buscaría tiempo. Y lo encontró.

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Encuentro con 'Robin'

Fiuza y yo viajamos en tren a Madrid, una ciudad que conocíamos muy poco. Sin apenas presupuesto —el dinero que llevábamos era para pagar nuestra comida e invitar a Michael—, fuimos en Metro a La Moraleja, muy cerca de su oficina. A Robinson, en contra de lo que algunos tarados han intentado reflejar, le apetecía un montón hablar de Osasuna. Se veía que no podía decir "no" a algo relacionado con el equipo que le trajo a España.

Michael eligió la terraza de un restaurante bien. Demasiado bien para un par de estudiantes. Él ya sabía que nos iba a invitar, ¡pero nosotros no! Cuando abrimos la carta y Robin encargó al camarero las raciones que los tres compartiríamos, Fiuza y yo empezamos a darnos patadas por debajo de la mesa. Así estuvimos hasta los postres.

Había más golpes que en un Osasuna-Real Madrid de los que le tocaron a nuestro anfitrión. Jamón, anchoas, vino, cerveza, carne —también pulpo, si la memoria no me falla—… Sudábamos, intentábamos calcular la cuenta. Fiuza, de tanto en cuando, negaba con la cabeza.

Lo que sigue a continuación explica por qué Michael Robinson encarna los valores que vienen guiando a Osasuna. Quizá otros opinen lo contrario. Les invito a leer estas líneas.

Nos cautivaron sus respuestas, pero también su gesto final. Activamos las grabadoras hacia las tres de la tarde. Nuestro tren de vuelta partía a las 19:35. Nos daba tiempo de sobra a coger el Metro, atravesar Madrid y tomar un café en Atocha. "Oiga, ¿por qué un campeón de Champions con el Liverpool fichó por Osasuna? ¿Eso no es dar un paso atrás?", le preguntamos. Robin, en efecto, tuvo ofertas de Genova, Verona, Anderlecht y Sevilla. Adivinen cuál era, económicamente, la peor de todas. Sí, la que eligió.

"Conocí a Fermín Ezcurra —presidente— y a Echeverría —gerente—. Transmitían una sensación tan hogareña… Vi que podíamos trabajar muy bien juntos. Nunca me he arrepentido", confesó.

Nunca me arrepentí de haber escogido la oferta de Osasuna

Su llegada a Pamplona se ha relatado en infinidad de ocasiones. Michael es uno de los mejores narradores de sobremesa con los que me he topado. Tiene un don especial para contar, el mismo que catapultó Informe Robinson. Su aterrizaje refleja con mucha fidelidad la esencia de nuestro club.

El delantero había quedado con Ezcurra y Echeverría en el aeropuerto para volar a Bilbao y, desde ahí, conducir hasta Pamplona. Nuestros directivos, encerrados en un atasco, perdieron el vuelo. Michael le dijo a su mujer: "Dormimos y mañana nos volvemos a Londres".

Robin —como le acabarían llamando sus compañeros— creía que Osasuna daba también nombre a la ciudad. Llegó a buscarlo en el mapa. Cuando fue a recoger su equipaje, le abordó un tipo envuelto en un jersey de lana lleno de bolos. No faltaba el palillo detrás de la oreja. "Soy de radio-taxi Pamplona", le debió de decir mientras agarraba sus maletas. Un Michael desesperado trató de impedirlo hasta que medió su esposa.

Pedimos alguna que otra ración más. Fiuza, que tomaba notas apresuradamente, seguía pegándome patadas por debajo de la mesa. Yo temía que Robinson extendiera las piernas y se llevara una coz.

¿El director del hotel?

Michael Robinson y su mujer se alojaron en el hotel Ciudad de Pamplona, dirigido casualmente por el también entrenador de Osasuna: Pedro Mari Zabalza. Cenaron juntos, pero nadie se empapó de nada. El idioma abrió un abismo entre las partes.

Al día siguiente, ya de corto, Michael fue a entrenar con sus compañeros. Iñaki Ibáñez era el que más inglés sabía: cuatro o cinco palabras. Muchas más de las que pronunciaba Robinson en castellano. Para sorpresa del nuevo fichaje, el director del hotel se presentó en el césped.

"¡Qué hospitalario este hombre! Mira qué simpático, ha venido a verme", pensó. De repente, Pedro Mari Zabalza, flamante entrenador rojillo, se puso a dar órdenes a los jugadores. Robin quedó paralizado: "¡Esta gente está loca! ¡El director del hotel dicta la estrategia del equipo!". Con paciencia y buena voluntad, los navarricos lograron explicar al delantero el malentendido.

Cuando Fiuza y yo tiramos de tópico —¿qué significa Osasuna para usted?—, a Robinson le cambió el gesto. Dejó las bromas a un lado, comenzó a hablar más lento. Miraba al frente, en dirección a ninguna parte, como si tuviera que ir muy lejos en busca de las palabras. Entonces, arrancó: "Osasuna es alma, alma y más alma. Algo limpio y decente. Osasuna es defender a los humildes, a todos esos que se gastan su dinero para ir a El Sadar y que nunca dejan de animar".

Cuando el entrevistado guardó silencio, tiramos de ese hilo, que había abierto en canal el corazón de Robinson.

Daba la sensación de que no hablaba de esto con nadie desde hacía mucho tiempo.

—¿Qué sentía al jugar en El Sadar?

—Que debía abandonar el túnel y no dejar de correr hasta morir. Quería ser uno de los suyos. Antes que bajar a Segunda, deberían haberme matado sobre el campo. Para mí, jugar en Osasuna suponía una responsabilidad tremenda. Sentí más alivio logrando la permanencia en Pamplona que ganando la Champions con el Liverpool. Osasuna y Pamplona están en el podio de todos mis recuerdos.

Cuando saltaba al campo, sentía que no debía dejar de correr hasta morir. Quería ser uno de los suyos.

En febrero de 1989, Michael Robinson estaba cojo. La directiva le pidió que siguiera, pero él se retiró. Rompió su contrato a mitad de temporada: "La gente esperaba de mí cosas que ya no podía dar. No quería manchar la relación Sadar-Robinson. Si tuve lo que hay que tener para pedirle a Ezcurra tanto dinero cuando firmaba los contratos, también debía tener valor para dejar de cobrar en el momento en que no pudiera más".

En ese momento, los tres quedamos en silencio. Los tres, emocionados. Fiuza y yo pusimos sobre la mesa un tema recurrente para salir del paso: "Muchos aficionados rojillos se quejan de que usted, en las retransmisiones televisivas, es más severo con Osasuna que con el resto. ¿Por qué?". Él reaccionó: "Es cierto. Quizá, al principio, criticaba más a Osasuna que a los demás. La explicación es muy sencilla. Me gusta Osasuna, quiero que lo haga bien. Si no lo consigue, me cabreo (…) En mi corazón, hay un cajón lleno de amor por el Club Atlético Osasuna. No todo el mundo tiene el honor de retirarse en El Sadar vistiendo esa camiseta".

Tras el postre, Robinson pidió un gintonic para cada uno. Eran las siete menos diez. Otra patada de Fiuza. En Metro, desde luego, ya no llegábamos. El taxi iba a rondar los treinta euros. Calderilla, nada comparado con la dolorosa, que estaba al caer. Le insinuamos a Michael que nos teníamos que ir, pero aquello era un despropósito: ninguno de los tres deseaba marchar.

A las siete y diez, nos levantamos como un resorte. Nos llevamos las manos a los bolsillos. Robin sonrió cariñosamente y pagó la cuenta. Le dimos un abrazo. El taxista, al otro lado de la ventanilla, cuando conoció la hora del tren, aseguró que no llegábamos, pero que lo intentaría. El entrevistado, quitándole importancia, apostilló: "Bueno, qué más da. Si se os escapa, tenéis mi teléfono y una habitación en mi casa. Ha sido un placer". Eso es Osasuna.

P.D: conociendo aquel dato, ¿por qué no dejamos marchar aquel tren?

*** Este texto pertenece al libro "Porque somos Osasuna... y eso nunca va a morir" (Editorial KEN, 2019), de Daniel Ramírez García-Mina.

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