Quiso el tiempo anular los malos días, enterrar las noches sin dormir, excomulgar las pájaras, aliviar los dolores de la derrota y enclaustrar las cabezas bajas. Sostuvo el tiempo todas las críticas, las manchas pretéritas y los dardos de aquel sujeto apellidado Tinkov y de los otros detractores. La memoria, bendita ella, eliminó los tuits que lo empujaban a una retirada mucho más prematura y los recuerdos incómodos de comidas previas con positivo. Contador eligió la fecha de su retirada y la imagen de su despedida. Buscó el recorrido de la Vuelta, escudriñó las etapas y, como cantaba Serrat, pensó que la subida al Angliru podría “ser un gran día”. Lo tenía decidido. Lo imaginó, lo soñó, lo despertó y lo hizo realidad. “Me tenía que despedir de esta manera”, finiquitó, entre lágrimas, derritiendo bajo sus parpados esa agua cristalina que sólo entiende de emociones, de sentimientos, de finales de pesadilla o sonrisas que explotan en la retina.



“Esta mañana (la del sábado) lo tenía claro, era mi día”, desveló Contador. Y así iba a ser. La oportunidad era única. El pinteño estaba ante su última gran etapa y la penúltima de su carrera. Sus fuerzas, las que le quedaran, estaba dispuesto a dejarlas en el Angliru, sobre una pared con ascensor al cielo y cima de leyenda. Allí, en ese lugar, bailó sobre la bicicleta como Ali lo hacía sobre el ring. Con una diferencia, en la montaña, los golpes no vienen de los rivales, sino de la naturaleza. Pues bien, en ese lugar, a 21 kilómetros de meta, el español ya intuyó el vuelo hacia el firmamento, a la eternidad.



Contador perdió de vista a Froome, Nibali, Kelderman, Zakarin… a todos. Apretó los dientes y vislumbró su momento como otros muchos lo hicieron antes que él. Como Jordan en las finales de la NBA, como Iniesta en Johannesburgo, como Zidane en Glasgow, como Fermín Cacho en Barcelona, como Bolt volando en Pekín. Como muchos. Como todos. Leyendas con foto oficial, aunque no necesariamente final. Con instantáneas de futuro que permanecen pegadas en el gotelé de las paredes de jóvenes que, todavía con espinillas en la cara y hormonas en plena revolución, sueñan con acometer las mismas hazañas.



Gestas como la de Contador, que subió alentado junto a Bardet, Marc Soler y Enric Mas, pero que, a falta de poco más de cinco kilómetros se quedó solo. Incluso, llegó a ver el podio por el retrovisor, pero no consiguió tocarlo con las manos. Se le escapó el escalón, patrimonio de Froome, que hará doblete (Vuelta y Tour de Francia) como primer espada, y al que seguirán Nibali, segundo, y Zakarin, tercero. Da igual. Sus piernas, su dolor, su final… todo, se concentró en pedir un último aliento y dejar una bala capitular, un arco que clavar en el corazón de cualquier aficionado al ciclismo, al deporte, a la grandeza de una carrera que se cierra, que se acaba.



El final de un cantar de gesta con pesadillas de por medio, con aquel positivo por clembuterol del 21 de julio de 2010, aquel que le desposeyó de un Tour (2010), una Volta Cataluña (2011) y un Giro (2011), entre otras cosas. El mismo que puso a la afición en guardia, que le generó detractores y, sobre todo, que le condenó al juzgado de la sospecha, al de la desconfianza y el castigo social, al del rechazo. Quizás, también, al de noches en vela sin luces que apagar ni brillo al que sacar lustre.



Aquello esculpió una sombra que se alargó entre favoritismos que no fueron, entre expectativas que nunca se convirtieron en realidad y con un palmarés entre comillas. Recuerdos de un tiempo que existió, pero que capituló en el Angliru, este sábado. Con su subida y un nuevo ataque, su rutina en el día a día de su último paseo por la España que siempre lo cuestionó.

Con una foto final, la de él sacando la pistola para disparar una última bala blanca, la que lo acredita como el segundo mejor ciclista de la historia de España, el que ganó dos Giros (2008 y 2015), dos Tours de Francia (2007 y 2009) y tres Vueltas (2008, 2012 y 2014). El que no siempre ganó, pero siempre arriesgó. “No me gusta estar en medio del pelotón”, se excusó, ajustando cuentas con los mediocres. Y no hace falta, no es necesario. El pinteño dibujó el disfrute en la cara de la gente. Y eso, hoy por hoy, es suficiente. Y así será, por Madrid, en su carrera póstuma, la del adiós, con su gente espetando una palabra y siete letras, diciendo, simplemente, gracias. Hasta siempre. 

Alberto Contador a la entrada en meta. EFE

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