La literatura, a menudo, ha ensalzado entre sus próceres a prosistas y poetas de trago fácil. Gente, sí, que bebía; y gente, sí, que alimentaba su leyenda entre botellas de whisky y aliento a coñac. Sin embargo, la realidad de sus homólogos siempre sugirió lo contrario: la escritura se debe ejercer en sobriedad, aunque las noches se pasen en vela. “Nunca el alcohol me ha sugerido ni medio verso”, escribía Juan Tallón en Fin del Poema. Aunque, añadía: “No diré que un día no provoque asociaciones mentales extraordinarias que, estando sobrio, puedes aprovechar… si recuerdas”. Pero, claro, de ahí a escribir una novela dando positivo… Eso no parece recomendable. Ni hablar de ser campeón del mundo –o de lo que quieran–. 

Carolina Marín celebra su triunfo.

El alcohol y la noche, tan atractiva al devaneo literario, también han alimentado a estetas del balón. Jugadores –o deportistas– sin medida, de escuadra y cartabón, pincel fino sobre el tapete y grueso en la intimidad de los bares. La lista, durante muchos años, fue prolífica e, incluso, favoreció a los intereses comerciales. Maradona, ‘Mágico’ González o Romário, entre chiringuitos de playa y baños que jamás pasaron el control de sanidad, avanzaron con el balón en los pies y la copa a lo Capdevila, exigiéndose malabares que incluían una prueba de fuego: mantener el vaso entre el hombro y la cabeza. ¡Casi nada! Tenían un dominio perfecto, pero, obviamente, el día de la final eran abstemios. Eso tampoco lo pueden negar. 

Sus jugadas, sus versos y sus ‘bailes’ están ahí. Fueron únicos, en todos los sentidos. Sirvieron a la literatura y al espectáculo por igual. Nadie les va a quitar mérito. Pero, ¿qué hubiera sido de todos ellos si la cama los hubiera acogido a su hora? Quién sabe. No especulemos con el pasado, pero convengamos en alumbrar que su brillo futuro habría alcanzado mayores cotas. Los referentes de pulcritud deportiva y social, al fin y al cabo, son mayoritarios, aunque menos ruidosos. Díganselo, por ejemplo, a Carolina Marín, tres veces campeona del mundo. Única mujer en conseguirlo en toda la historia tras vencer a Pusarla Shindu. 

La onubense les podría contar que ella también ha pasado noches en vela, como contaba en una entrevista con este periódico, pero por motivos bien diferentes. Su rutina, antes del Mundial, exigía tres sesiones de entrenamiento (dos por la mañana y una por la tarde), charlas con su psicólogo, descanso, buena alimentación y otros muchos deberes extra. “A veces, de los dolores que tengo, me cuesta dormir”, confesaba. Su exigencia, en esta preparación –y en muchas otras–, rozaba lo insano. Se infligía un castigo desproporcionado. Ella nunca lo negó –es más, lo reconoció– y, durante este tiempo, trató de atemperarlo hasta hacerlo productivo. Y lo consiguió. 

Carolina, este domingo, no se convirtió en la mejor jugadora de bádminton de la historia tras pasar noches acodada en la barra del bar. No, su leyenda se ha levantado bajo premisas reconocidas por cualquier escuela de primaria: trabajo, constancia, talento y exigencia. No hay otro camino que asegure mejor los éxitos. Esos valores terrenales son los que han levantado a todos los astros. ¿O creen que Rafa Nadal y Roger Federer siguen en lo alto a su edad acostándose a las seis de la mañana? ¿O que Bruno Hortelano se ha recuperado, tras dos años de calvario, saliendo por las noches? Obviamente, no. Los secretos no se han escrito en el deporte de élite con botellas vacías… salvo que éstas fueran de agua. Los éxitos, como ha demostrado aquella niña que con 14 años llegó al CAR para ser campeona del mundo de bádminton, se sostienen sobre otros pilares. Y, además, están al alcance de cualquiera –y en todos los ámbitos de la vida–. Que nadie les engañe.