Yo quiero un futuro donde cada partido que juegue Cristiano Ronaldo deje más patente su decadencia, que sea una decadencia de verdad y que como resultado de la misma cada uno de esos encuentros se cierre con tres o cuatro goles del portugués. Quiero a sus odiadores en periódicos, tertulias televisivas y barras de bar hurgando en los bolsillos en busca de argumentos para explicar esto a sus lectores, televidentes y cuñados. Un mundo que de repente ha descubierto que el Barça es un equipo tramposo, farsante y amanerado -tras pasarse lustros acusándonos de tendenciosos a quienes lo dijimos desde el principio- se merece dejarse los sesos en el vano intento de explicar lo inexplicable. Quiero un Cristiano en una ruina física y futbolística que pase a ser auténtica, no como la que le atribuyen ahora, y que no obstante no le exima del trámite consuetudinario del hat-trick para angustia intelectual de los comités de sabios.

El mundo ha elegido un momento muy inapropiado (esa botella imbécil desaconseja pronunciarse ahora, suerte que algunos nos pronunciamos siempre) para alcanzar el consenso según el cual la escuadra de Luis Enrique -como la de Tito, Tata o Pep- está conformada por extraordinarios jugadores que manifiestan también la tendencia a buscar permanentemente la protección de un árbitro al que además intentan engañar, cuando no necesitan ni engañarle ni pedirle ayuda (como señoritas bajo la lluvia) porque la carpa lleva lustros instalada. Se sabía que en la boda entre Ángel María y Jan podía llover y ahí la dejaron, con la diferencia de que entre los invitados, apabullados por el aguacero, se han colado un montón de clauderains como los de Casablanca. “¡Qué escándalo! ¡Qué escándalo! Me he enterado de que el Barça hace teatro”.

El mundo, en cambio, parece no querer darse por enterado aún de hasta qué punto Cristiano Ronaldo está decidido a seguir a lo suyo. Cuando le preguntan dice que se retirará en el Madrid a los cuarenta y uno, declaración tras la que invariablemente procede a descojonarse. No sabemos si se descojona porque bromea o porque piensa en todos los que se creen que bromea.

Yo sueño con un Madrid que siga sin jugar a nada (como todos los Madrides que yo recuerdo desde que tengo uso de razón futbolística) y cuya máxima estrella acelere un declive que le conduzca a mantener su media ligeramente superior al gol por partido durante nueve años más, media que contribuya al logro de otras tres o cuatro Champions y Ligas. Pero es que yo quiero que todo esto se produzca en medio de un apocalipsis que esta vez, paradójicamente, sea auténtico, con situaciones inverosímiles en las que, pese a un juego pésimo, el equipo de Chamartín remonta tres goles entre el momento en que el árbitro echa mano del silbato y el momento en que el silbato suena.

Yo quiero un Cristiano decadente en plan luchador de pressing catch, un poco como Mickey Rourke en aquella obra maestra de Aronofsky, con el rostro desprovisto de expresión por culpa de un bótox que esta vez sea tan innegable como el número de veces que desde su triste crepúsculo siga el portugués profanando la red rival. Quiero a Cristiano levantando el brazo pidiendo fuera de juego de sí mismo porque el primer remate, de tacón, se fue al palo, y a él no le interesa el gol prosaico del rebote. El penalti del sábado, por ejemplo, lo falló adrede para meterlo en el rechace y que no le contara como “de penalti”, pero Pacheco lo desvió en la dirección equivocada y la grada de Mendizorroza rugió como si tuviera algo que celebrar. Lo tiene, aunque no sucediese el sábado: su equipo ganó en el estadio del club cuyos presuntos valors ya nadie saca a colación si no van acompañados de la secuencia codazo-guiño-codazo. 

El mundo del fútbol (en periódicos, tertulias televisivas y barras de bar) cada día se parece más a la Real Academia Española de la Lengua -y no precisamente porque limpie, fije o dé esplendor alguno, sino por su falta de reflejos-. La vetusta institución tardó en admitir el vocablo 'gilipollas' tanto como el planeta ha tardado en darse cuenta del juego atildado y lleno de groseras tretas del Barcelona. El día menos pensado acabará por admitir que Cristiano (sea mejor o peor que Messi, ningún interés tiene esta disyuntiva) ha sido, es y será uno de los poquísimos jugadores cuya grandeza mira cara a cara a la del propio Real Madrid sin quedar petrificada, como los incautos al posar sus ojos sobre la Gorgona.