Aunque pocos lo crean ahora, El cuento de la criada (Salamandra) es un libro que se publicó hace casi 40 años. En 1985, la escritora canadiense Margaret Atwood describió con una narración de ciencia ficción distópica los horrores a los que podía llegar una dictadura silenciosa y socialmente aceptada: la del patriarcado.

La estructura del relato, que tan bien plasmó la primera temporada de la serie, llevaba situaciones al extremo, es verdad, basándose en otras tragedias históricas que tampoco se vieron venir, como fue el exterminio de los judíos o la esclavitud de los afroadescendientes en América del Norte.

De hecho, lo que más aterroriza de la distopía de Atwood, es, al igual que ocurrió en esos episodios trágicos de la Humanidad, la capacidad de las víctimas a convertirse en los brazos de los verdugos a cambio de una estatus medio (mediocre), que no las libera pero que las descarga de parte del dolor.

Así se entiende la existencia de capataces negros azotando a esclavos o alemanes con parte de sangre judía denunciando a otros vecinos para evitar su detención. O Tías que imponen castigos físicos escalofriantes para mantener el orden de sometimiento de la mujer en Gilead. O Esposas que pese a haber formado parte del nacimiento del nuevo estado tienen que ver cómo sus maridos violan a otras mujeres a las que ellas arrebatarán a sus hijos.

El cuento de la criada era un ejemplo en ebullición de esa doble condición humana que todos tenemos dentro. De cómo la empatía sale por la ventana en cuanto la crisis se instala en nuestras casas. De cómo todos, en este caso todas, llevamos un monstruo dentro que es capaz de asumir el papel de verdugo mejor incluso que cualquier verdugo oficial. Ese era su éxito. Ese era su escalofrío.

Fotograma de 'El cuento de la criada'. HBO

Pero la gente vio la serie. Y desarrolló esa curiosidad simplona que ha creado la televisión de cómo acaba la historia. Parece que no importa la historia en sí, la escena, el drama. Sólo importa conocer el final (que obviamente tiene que ser feliz) de la desdichada Defred.

La propia Margaret Atwood justifica en esta curiosidad paleta el nacimiento de Los testamentos (Salamandra), la secuela de El cuento de la criada que se ha publicado mundialmente con el atrezzo propio de los libros destinados a ser un best seller.

¡Qué error el de Atwood! ¡Qué decepción de libro!

Sin lógica interna

Los testamentos acaban dando respuestas simples, comerciales, sin conexión y sin la tensión real que mantenía la escritora canadiense en la primera parte. (A PARTIR DE AQUÍ, SPOILERS)

El libro es un intento de salvar a las mujeres como colectivo y empoderarlas hasta el punto de que sean ellas mismas las que sean capaces de acabar con el monstruo creado, con Gilead. Una apuesta chirriante y posmoderna para la lógica creada por el propio libro. Ese 'mundo posible' literario que tan bien había fundamentado Atwood en El cuento de la criada.

Aún más incomprensible si las tres mujeres que van a acabar con Gilead (ellas solitas) son Tía Lydia (la adoctrinadora de las mujeres para asumir la represión femenina, la carcelera mayor de Auschwitz); la pequeña Nicole, nacida de una historia a medio camino entre el amor y la violación; y Hannah, la niña robada y criada como una criatura más del universo Gilead pero que es capaz de desprenderse de toda esa carga emocional y educativa en dos minutos.

Qué casualidad que sean las herederas de Defred y su máxima castigadora las que se den cuenta de que Gilead tiene que morir.

Margaret Atwood con un ejemplar de 'Los testamentos'. Reuters

El libro es previsible desde el principio, y eso que Atwood oculta la identidad real de las protagonistas hasta media parte de la novela. No tiene lógica interna. No tiene tratamiento psicológico de los personajes. No hay estructura filosófica que lo sustente más allá de que son las mujeres las que tienen que acabar con Gilead porque así las feministas estaremos mucho más felices.

Una pena responder de forma tan inocua a quienes nos preguntábamos leyendo El cuento... cómo se lucha contra los que quieren imponer un tipo de sociedad que esclaviza a la mitad de la población. ¿Cómo se evita? ¿Cómo se gana? Yo, ingenua, creí, parafraseando al personaje (real) de otra película que está ahora en cartelera que "vencer no es convencer".

Atwood ha apostado por solucionar todo un problema filosófico como si fuera una película de heroínas de cómic. Caricaturizadas. Sin fuerza. Marrones como sus pensamientos. Grises como sus hábitos, llenos de perlas, pero todas falsas.

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