El 14 de abril de 1931 hubo una explosión de fervor popular en España. Millones de personas inundaron las principales plazas de las grandes y medianas ciudades. A Manuel Azaña, futuro presidente del Consejo de Ministros, que llevaba semanas escondido en su casa y entregado a la escritura de la novela de toda su vida, Fresdeval, le costó una barbaridad esquivar a la inmensa muchedumbre y alcanzar la Puerta del Sol. En una histórica jornada, el comité que salió al balcón del Ministerio de la Gobernación se transformó en el Gobierno provisional de la Segunda República.

La revolución no se había manifestado ni a través de una insurrección ni de una huelga general, sino en forma de una oleada de entusiasmo y alegría popular. Como presumió el propio Azaña días más tarde en una alocución en las Cortes, la monarquía española se había derrocado sin que se rompiera ni una ventana.

Pero la proclamación del nuevo régimen, un proyecto que buscaba la modernización democrática del Estado y de la sociedad española, provocó un gran rechazo en los círculos más conservadores. José María de Yanguas Messía, exministro de Estado y expresidente de la Asamblea Nacional Consultiva durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera, retrató un panorama desolador:

"Día aciago para España. Día en que la acción hipócrita y tenebrosa del frente revolucionario, protegido por fuerzas ocultas internacionales, consumó la gran traición contra España, decretada por las logias masónicas y por el Kremlin de Moscú [...] la República [...] venía a cumplir la consigna extranjera de destruir a España en su cuerpo y en su espíritu, entregándola a las fuerzas disgregadoras y corrosivas del separatismo político y el comunismo marxista. La 'República de trabajadores de todas clases' no era sino un puente intermedio para pasar a la otra orilla: la del Soviet".

Aunque las derechas antirrepublicanas tardarían un tiempo en organizarse, especialmente en torno a la CEDA de José María Gil Robles, la formación que obtuvo más apoyo popular y relevancia en el Congreso, el mismo 14 de abril de 1931 se dieron los primeros pasos para erosionar y, en última instancia, dilapidar a la incipiente República. Fue una reunión de varios monárquicos ilustres, rodeada de bastantes interrogantes, que recoge el historiador Ángel Viñas en una de sus últimas investigaciones: ¿Quién quiso la Guerra Civil? (Crítica).

El encuentro que "levanta el telón" de la conspiración se registró en un despacho o en la casa de Rafael Benjumea Burín, conde de Guadalhorce, según las distintas versiones. Tampoco está suficientemente clara la identidad de los participantes. El citado Yanguas Messía, que se incluyó entre los mismos, mencionó al anfitrión y a José Calvo Sotelo, exiliado poco después en Portugal y que desempeñaría un papel fundamental en el proceso que condujo al golpe de Estado de julio de 1936. Otras fuentes apuntan a la participación de Fernando Gallego de Chaves Calleja, marqués de Quintanar, Ramiro de Maeztu y José Antonio Primo de Rivera.

José Antonio Primo de Rivera.

En este encuentro se discutió de finanzas —cómo reunir dinero— y, supuestamente, se abordó la creación de un partido político con el fin de derrocar a la República. Ángel Viñas señala que de la reunión se pueden extraer dos conclusiones: "La primera es la velocidad de reacción. Mientras el pueblo soberano festejaba el advenimiento del nuevo régimen, un grupo de futuros conspiradores se reunió para empezar sin demora a planear su destrucción. Un reflejo auténticamente pavloviano. La segunda conclusión está relacionada con su composición: eran monárquicos y, con una o dos excepciones, pertenecientes a los círculos de la aristocracia". Los alfonsinos serían los encargados de llamar a la puerta de la Italia fascista de Mussolini para recabar apoyo en su empresa.

Más encuentros

Pocas semanas después, a principios de mayo, se celebró otra reunión del mismo corte en la mansión del marqués de Quintanar. En un primer momento aparecieron en escena Fernando Suárez de Tangil, conde de Vallellano; varios militares —los generales Luis Orgaz y Miguel Ponte y el entonces comandante Heli Rolando de Tella- y el periodista Juan Pujol, director del periódico filofascista Informaciones y colaborador cercano del banquero Juan March, el gran financiador de la sublevación.

Entre los alfonsinos se añadieron Julio Danvila, que fue vicepresidente de la monárquica Renovación Española, y Santiago Fuentes Pila, que había pasado por la Unión Patriótica y la Unión Monárquica Nacional y llegaría a ser secretario de la citada formación. Tras los sucesos de mayo, que se saldaron con la quema de numerosas iglesias y conventos, se sumaron a estas conversaciones los condes de Arcentales, José Antonio del Arco y Cubas, y de Pardo Bazán, el general José Cavalcanti, laureado durante un episodio de la guerra de Melilla.

José María Gil Robles y Santiago Casares Quiroga hablando en los pasillos del Congreso. Archivo Martín Santos Yubero

Y no tardaron en incorporarse a estos tejemanejes el coronel José Enrique Varela, uno de los golpistas de julio de 1936; el oficial del Cuerpo Jurídico Militar Eugenio Vegas Latapié, el ultra José María Albiñana, el combativo publicista Joaquín del Moral Pérez Alós, el abogado Hipólito Jiménez y Jiménez-Coronado, que alcanzaría el cargo de director general de Prisiones durante un año; o el marqués de Villores, José María de Selva, jefe delegado de la Comunición Tradicionalista que fallecería al año siguiente.

"De este breve relato se desprende otra conclusión: la fusión, desde aquellos momentos iniciales, de los civiles y militares monárquicos con el mundo de la comunicación", destaca Viñas. "Es una amalgama que siempre caracterizó a la trama civil. Vieron la llegada de la República como una revolución y un atentado contra el orden social e incluso como una venganza de la clase media intelectual y del pueblo llano contra sus superiores naturales". El nuevo régimen aún estaba en pañales cuando ya se había iniciado la conspiración para acabar con él.

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