Tras ser proclamado emperador a los catorce años, el adolescente Heliogábalo comenzó a comportarse de forma extravagante, grotesca: se vestía con ropas de mujer, obligó a una virgen vestal a casarse con él violando su sagrada castidad, se agenció varios amantes masculinos, se dice que elegía a los candidatos a los puestos más altos del Imperio romano en función del tamaño de sus penes y que incluso pretendió castrarse a sí mismo. Su abuela, Julia Mesa, la misma que le había encumbrado al poder en 218, ordenó asesinarlo en 222. 

Heliogábalo era el último representante de una larga lista de emperadores delincuentes sexuales iniciada con Tiberio, quien se supone que se había agenciado un apartamento en el que desatar sus pulsiones por el sexo extremo, o Calígula, del que se decía que había cometido incesto con sus dos hermanas. Son los ejemplos más extremos y vistosos —los cometieron sus gobernantes, sus princeps— de la supuesta creatividad sexual que alcanzó la sociedad romana. ¿Pero fueron éstas unas prácticas extendidas o se trata de pinceladas de sensacionalismo intencionado de las fuentes antiguas?

"Todo apunta a que los romanos sentían una profunda fascinación por descubrir los vicios secretos de su prójimo. Y ello no se debía a ninguna supuesta degradación moral, tal y como a menudo se ha sostenido, sino a que, en realidad, tenían una opinión muy crítica de los hábitos sexuales de todo tipo", explica Jerry Toner, historiador británico experto en el cautivador mundo de la Antigua Roma, en su último libro, Infamia (Desperta Ferro).

'Fiestas Lupercales', de Andrea Camassei. Museo del Prado

Este ensayo es interesantísimo y fascinante porque realiza con destreza una radiografía de todos los tipos de crímenes y violencia que cometieron los romanos tanto en época republicana como en la imperial, desde los esclavos que eran arrojados a las bestias del anfiteatro con una espada de madera por perpetrar un robo e intentar huir, hasta las saqueos y palizas salvajes en las que incurrió Nerón durante sus correrías nocturnas. Pero también porque escarba entre líneas y ofrece un diagnóstico de menor grado de depravación que lo que se extrae de los escritos de Suetonio, Tácito, Dion Casio y compañía, historiadores patricios "mediatizados por sus propios prejuicios políticos y sociales, por sus creencias religiosas y por falta de pruebas concluyentes".

Toner se pregunta si la sociedad romana fue tan perversa, bárbara y corrupta como parece que hemos interiorizado mediante lo que proyectan los propios emperadores; o si, más bien, fue el lícito faro del mundo en una época en la que los estándares de comportamiento conectaban con la barbarie. Su conclusión es atrevida: "Sospecho, de hecho, que a los romanos les parecería que nuestros valores y los suyos no eran muy distintos: una fe indestructible en la realización personal y el lucro, con independencia de los costes que ello suponga para los demás". Es decir, Roma como génesis del individualismo moderno y sus extremas consecuencias.

Violaciones y adulterio

Infamia. El crimen en la Antigua Roma propone un recorrido por las depravaciones y corruptelas de los romanos —reguladas en su mayoría por un derecho que, aunque no logró erradicar estas prácticas, sí logró una poderosa afirmación simbólica de su inadmisibilidad— hasta la implantación de la ortodoxia y el puritanismo cristiano. Para ellos, "la violencia era la piedra de toque del orden civilizado", opina Toner: castigar de forma implacable a los criminales servía para demostrar que el orden social continuaba inalterado. "Se creían, literalmente, unos hijos de puta", añade el experto.

Portada de 'Infamia'. Desperta Ferro

Roma, ciudad que llegó a alcanzar un millón de habitantes en la Antigüedad, era el paraíso del crimen: robos infinitos —por mucho que algunos vecinos se organizasen en una suerte de guardias nocturnas—, tráfico de esclavos, falsificación de monedas, prevaricación gubernamental, traiciones a tutiplén, represión de las reuniones públicas, espías que informaban de cualquier movimiento, persecución de los grupos religiosos que perturbasen a los dioses, etcétera. En las campañas militares, refiere el historiador, "el terror y la clemencia representaban las dos caras de una misma moneda, pues servían para socavar los ánimos de los oponentes y para disuadir a los posibles agresores, pero también para inspirar lealtad en los súbditos recién conquistados por Roma".

Pero uno de los aspectos más llamativos es la moral de los romanos con los delitos sexuales. La violación —que también atañía a niños y hombres— estaba considerada una agresión que atacaba al núcleo mismo de las instituciones de Roma... si la víctima era una mujer patricia —no por la afrenta hacia ella, sino porque el honor del cabeza de familia quedaba mancillado y le iba a costar más dinero casarla—. Las féminas debían ser castas, y así se extrae del mito de Lucrecia: tras ser violada por uno de los primeros reyes de Roma, reunió a los hombres adultos de su familia, les contó lo sucedido y se suicidó clavándose una espada.

Por el contrario, los abusos sexuales que cualquier esclava sufriera por parte de su señor se consideraban perfectamente legítimos y aceptables. "Sabemos, por ejemplo, que el emperador filósofo Marco Aurelio se enorgullecía de resistirse a la tentación que para él suponían dos de sus bellas esclavas, lo que nos da a entender que la mayoría de los amos no refrenaría sus impulsos", reflexiona Toner. La conclusión es que el Estado no se interesaba por la violación per se, sino que lo que realmente le importaba era el estatus legal del asaltante y la víctima.

'Lucrecia', de Artemisa Gentileschi. National Gallery

Las tabernas, que proporcionaban un plato de comida caliente a la mayoría de población que no disponía de cocinas en sus propias casas, eran para la élite un compendio de inmoralidades y vicios: alcohol, juego, amenaza de sedición y prostitución. Las meretrices eran vistas como la mujer pública, inmoral y activa, la antítesis de lo que estipulaban las concepciones de la Antigua Roma, pero, paradójicamente, "este oficio ofrecía a muchas romanas pobres mayor grado de libertad que la semiesclavitud que suponía para ellas el trabajo doméstico".

Más llamativas aún fueron las regulaciones morales durante el reinado de Augusto que convirtieron el adulterio en un delito público: la ley obligaba al esposo a denunciar a su mujer si descubría que tenía un romance y, si resultaba culpable, debía divorciarse de inmediato. Amparándose en esta visión, un padre podía dar muerte a su hija y su amante si les sorprendía in fraganti. No estaba capacitado, sin embargo, para acometer semejante castigo con su esposa: solo se le permitía asesinar al acompañante de esta última en caso de sorprenderlos en su propia casa.

Como en el caso de las violaciones, este delito también dependía de la clase social de la mujer: "Los hombres casados solo podían incurrir en adulterio con mujeres casadas y respetables; por el contrario, se consideraba adulterio cualquier relación amorosa que una mujer casada respetable mantuviera con cualquier otro hombre que no fuera su marido, aunque se tratara de un esclavo", resume Jerry Toner. La doble moral sexual de la Antigua Roma.

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