Miguel Delibes nació una semana así, hace cien años, una de estas semanas tontas en las que nacen los que gustan de pasar desapercibidos, como él; que no se identificó jamás con el gran varón escritor que venía a dar la murga a los parroquianos españoles con su rosario de verdades, que no se subió al atril de por vida, que no se codeó en las enormes urbes ni corrió como sabueso a olisquear los éxitos, los placeres terrenales. Digamos que Delibes era un hombre de palabra y de valores. Un hombre seco, severo, tradicional. Un hombre escéptico frente a las fiestas de los otros, frente a las vacuidades y las purpurinas. Estos días se le celebrarán homenajes que le horrorizarían. 

Decía un poema de Manuel Alcántara que a él “le gustaban pocas cosas / el alcohol y las ventanas / (…) el sol, el pan de los pueblos, / las noches y los amigos / el verano y tus pestañas”. A Delibes le pasaba un poco igual: a la vida le daban sentido su escopeta, sus paseos, su escribir diariamente hasta la dos, su cine, su pescar truchas en el río Rudrón, su sentarse a ver crecer los guisantes y las remolachas. Rechazó dirigir El País porque prefirió quedarse siempre en su casa más vieja, El Norte de Castilla: con sus amigos, con su caza, con su amor.

“Lo mismo que hacía de chico lo he hecho de mayor, con mayor perfeccionamiento, con mayor sensibilidad, con mayor mala leche. Pero siempre he hecho lo mismo”, aseguró. Era un tipo apegado a las cosas que ya sabía que amaba y nunca anhelaba relevos para esos amores seguros y pacíficos, hondos y largos.

Su amor Ángeles

Como el de Ángeles, Ángeles de Castro, “mi única novia”. Se enamoró como un loco de esa chica que iba a pasar los veranos a Sedano, y él acudía desde Valladolid, con las piernas ansiosas dándole a la bicicleta en las cuestecillas, para invitarla a café en la tarde. Luego ahorró para comprarse una de las primeras motos del mercado, la Montesa. Y más tarde, ella se convirtió en su esposa y en la madre de sus hijos. La indudable mujer de su vida.

Fue fundamental, Ángeles, en los procesos de escritura de Miguel. Era una lectora ecuménica que siempre le recomendó las mejores obras de su estantería. Y, además, le instó a escribir. Sin exigencias: simplemente existiendo. La vida de Ángeles, meramente, era una razón para escribir, para rascar algo más el mundo, para explicarse a sí mismo quién era él, qué tenía que decir, por qué merecía ser amado, qué cosas quería confesarle a su mujer, en qué clase de mundo habitaban. Fue el amor el motor de todo lo que hizo Miguel. Fue la incansable búsqueda de la calma entre tantos desalientos.

"Yo era un niño melancólico, triste; no me gustaba nada ir al colegio. Y era muy callado. Nunca dije que no me gustara ir al colegio, me aguantaba e iba. Estudié regularmente, y a los 15 años me planteé que debía hacer una carrera... Pero Franco debió pensar que yo era muy joven para entrar en la Universidad y abrió la Guerra Civil... Las universidades se cerraron y yo no tenía edad para ir a la guerra”, relataba él mismo. Como la contienda duró más de lo que él pensaba, al verse con 17 años decidió irse con “un montón de amigos a la Marina antes de que nos mandaran a Infantería o a la Legión”.

En el bando franquista

Se alistó voluntariamente en el bando franquista. “Murió uno de los nuestros, otro cayó enfermo, los demás volvimos a Valladolid y nos encontramos con una situación difícil, de total censura. En las guerras no gana nadie, pierden todos, eso aprendí. Y si la guerra es civil la pérdida es más fuerte que la de cualquier otra guerra. Eso me familiarizó con la muerte”, opinaba el maestro.

Siempre fue un hombre en medio de ninguna parte, Miguel. Por un lado, en la guerra fue con el bando franquista -sin convicción ninguna- y más tarde hizo gala siempre de su manera sobria y estoica de ver el mundo. Digamos que era un tipo moderado que tendía al conservadurismo, quién sabe si por su nostalgia crónica.

Levantaba las cejas ante el multiculturalismo -“el que llega pretende imponer sus costumbres, cuando debería ser al revés”, le parecía que vivíamos en un país con exceso de permisividad y con una gran falta de educación y de respeto. “Quizá debimos poner mayor interés en conservar la idea de culpa y el sentimiento familiar. ¿Qué hemos sacrificado? Nobleza, abnegación, generosidad, autoridad”, sostenía.

Tampoco se sentía cómodo diciendo que había vivido “bajo el fascismo”: "Más difícil que vivir bajo el fascismo era que cada grupo creía estar en posesión de la verdad. Aquello rompió las familias por completo. Unas familias se rompían, otras morían en el Alcázar de Toledo; era el final más triste que uno podía imaginar para aquella guerra, iniciada como en broma en el norte de África…”, chasqueaba. “Yo creo que España se jodió mucho tiempo antes; yo no tenía edad para juzgar en qué momento se jodió España, pero sí que la jodieron entre unos y otros. No hay la disculpa de que fue la derecha o fue la izquierda. Entre los dos jodieron España”.

¿Extremocentrista?

En ese discurso estaba la equidistancia que hoy llamarían “extremocentrista” e incluso “vendida al relato de los ganadores de la guerra”. Pero, por otro lado, era imposible encasillar a Delibes ideológicamente. Recuerden su retrato de clase en Los Santos Inocentes, novela emblemática llevada al cine por Mario Camus, donde se despacha a gusto contra la soberbia, la tiranía y las crueldades de los señoritos, contra sus violencias específicas y subterráneas hacia los sirvientes y cocina una revancha histórica: cuando el señorito Iván mata por puro placer con su escopeta al pájaro del vasallo Azarías -“Milana bonita”-, éste se rebela ahorcándole. Chimpún.

Con esa defensa de su dignidad, en realidad, Azarías lo que consigue es condenar a su familia al ostracismo y a la ruina: esta lectura más agria es la más interesante de Delibes, que no era un revolucionario ni vivía en los mundos de Yupi, que sabía que la fuerza obrera siempre obtenía una reacción más virulenta y que la impunidad de los poderosos estaba “atada y bien atada” por el sistema.

Simpático para la izquierda

Pero esta obra, claro, le hizo simpático para la izquierda y para el progresismo, aunque sólo hablaba de derechos fundamentales en los que cualquier persona decente debería estar de acuerdo, más allá de otros cortes ideológicos.

Más aún Cinco horas con Mario, de 1967, donde Menchu -una mujercita prejuiciosa, burguesa, clasista, envidiosa, superficial y egoísta revestida de una suave patina de decencia y sobriedad; pero también frustrada y llena de dolores- se hinchaba a hablar con su marido finado, que quedó en el imaginario como el intachable filántropo, el catedrático de instituto, el comprometido periodista e intelectual, el idealista, el social, el solidario. El progre de todo esto.

El caso es que, aunque la España del momento recibió esta obra como una hostia a la moral imperante y una defensa del humanismo de Mario, sus tejidos internos cambiaron con el tiempo y la panorámica se abrió.

Lo explicaba el propio autor en la edición de 2008 para sus Obras Completas: "Escrita esta novela hace más de cuatro décadas, una lectura actual me ha llevado a revisitar mi juicio inicial: creo que Mario se pasó de rosca, se mostró un marido radical ante un problema baladí", reflexionó. "Menchu, como era frecuente en la época, no era más que una burguesita con un lenguaje mecánico, lleno de tópicos e ideas heredadas, pero sin ninguna tacha profunda”.

Decía el escritor que bastaron unos años para que las cosas empezaran a cambiar. "Los lectores ya no se mostraban unánimes en sus juicios. Mario no era el bueno ni Menchu la mala. ¿Por qué iba a ser bueno Mario? ¿Por qué mala Menchu? ¿Por haber recibido una educación trasnochada? Mario, tan entregado a su causa, no entendió que, con muy poco esfuerzo, su esposa se habría puesto de su lado”. Esa es la gran complejidad y el gran valor de Delibes: su incapacidad para venderse, para ser encuadrado. Su mirada larga para el matiz. Su pelea sentada contra el cinismo. No llegaría a las manos, no le hacía falta. Podía escupir a los pies de las miserabilidades. De todas. Y después se amasaba los cabellos, con la frente arrugada, con el gesto cansado.

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