Fernando Simón surfea, esa es la noticia: lo han “pillado” con la tabla en el mar portugués, cogiéndose unas olillas, y lo dicen como si lo hubieran cazado montando una bomba casera con un tutorial de Youtube o pasando MDA en Malasaña, los mojigatos. Simón incluso se atrevió a ir en chanclas, y todo el mundo sabe que las cosas verdaderamente cruciales de la vida se pueden hacer así, arrastrando la chinela -comer lento, leer tranquilo, charlar frívolamente, tomarse un tintito y hablar de la dirección del viento-, porque con el calzado veraniego es imposible salir corriendo. Las chanclas nos dicen que no hay urgencia. Que ni nos va a perseguir ningún peligro ni estamos llegando tarde a ningún sitio. Si eso no es el placer, que venga dios y lo vea.

Hasta aquí lo que hemos visto, lo que el periodismo de hoy recoge, pero seguro que hay más copla: Fernando Simón se atreverá, todavía, a tomarse un marisquito de vez en cuando, el bribón. Le gustarán los gambones a la plancha, con especial predilección por las cabezas, como le sucede a todos los seres civilizados con el paladar maduro. Y las vieiras cocinadas con tomate. Y mojará pan para que no se pierda el aceitillo con regusto a ajo. Sentirá que nadie le mira, que nadie le increpa, que nadie le alaba, que nadie le endiosa ni le destruye durante un rato, y pedirá una cerveza, con oxigenante pachorra.

Lo mismo se hinca un flan, Fernando, o una tarta de queso de postre, y aún se decidirá por un café con leche y con hielo para alargar la sobremesa, y entonces sentirá que el mundo es suyo también, que para él también hay glorias domésticas, lujos relativamente asequibles, días plácidos de sol y siesta donde no suena el teléfono y uno no atiende al telediario. Hará lo que hay que hacer, Fernando: preguntarle a sus hijos si son felices, si están enamorados, qué tal este examen o aquel trabajo, porque estará hasta la última cana de escuchar hablar de él mismo, de ser un icono pop, una celebrity, de verse encumbrado hasta la parodia.

Hará lo que hay que hacer, Fernando: ponerse una película antigua, hacer el amor con su esposa, darse un baño caliente, cortarse las uñas y mirarse el gesto cansado -inevitablemente exhausto, temeroso, estresado- en el espejo del baño mientras fantasea con escaladas futuras, con hipotéticos montañismos y misiones en África, donde durante años cuidó a esos que no se quejan porque entienden que sólo es dolor la vida.

Reventar el mito

Pienso en aquello que decía Miguel Hernández: “Hay que levantarles hombres a las estatuas”. Y es cierto: hay que zarandear al hombre que es Fernando Simón y dejar atrás la cáscara, que es el mito, este mito infantiloide que ensalzan los hiperventilados, los fans histéricos de aquí y de allá, que sólo saben conformar su personalidad abrazando a cada rato a un nuevo líder y hacerse camisetas con su jeto.

Fernando Simón es un buen profesional que se equivoca por la misma razón por la que veranea: porque es humano. Cuando le vi surfear me entró la alegría de las abuelas que ven engordar a sus nietos con hermosura, con lustre. Es una alegría republicana, democrática, horizontal, porque esa imagen era perfecta para recordarnos que nadie es un héroe, que todos somos trabajadores, que nos atragantamos con almendras, que erramos y pedimos perdón y somos juzgados con dureza, que reconocemos que hay cosas que no sabemos, y que, después de todo eso, del deber, de la mediocridad que nos es nativa, de los horarios alargados hasta la extenuación y de todas las explicaciones, aún podemos descansar unos días del ruido y la furia de los otros. Y de las dudas, y de la culpa, que son nuestras. 

Que Fernando Simón se tome unos días de vacaciones no sólo es rigurosamente necesario para respetar los derechos laborales y repudiar la explotación, sino que es patriotismo: auténtico patriotismo duro y sin cortar. Significa vivir en un país que no olvida -o no del todo- la dignidad de sus trabajadores. Significa que, igual que él tuvo el ímpetu, la vocación y el respeto a su profesión de no librar ni un día -¡ni un segundo, con esas ojeras perras!- durante una de las mayores crisis sanitarias de nuestra historia, España responde abriéndole un poco la manga. España aprieta pero no ahoga.

Simón veraneando es patriotismo, y viva España, porque todos los trabajadores de este país que dan rigurosamente la cara se merecen su vieira con tomate, su gambón a la plancha y su café diluido en hielo mientras el sol va perdiendo fuerza y la vida pasa sin más cerquita del Mediterráneo, nuestro mar de los grandes dolores y los grandes amores. El placer también es una patria, que diría Manuel Vicent. 

Entendámoslo ya: Fernando Simón no es nuestro esclavo. Tampoco nuestro dios. Es sólo un hombre. Tirémosle abajo la estatua para que pueda descansar de verdad.

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