Junto a Quevedo, Yung Beef también forma parte de la cultura española”: así clausuraba la exitosa intervención de la diputada de Más Madrid Clara R. San Miguel -doctora Europea en Filosofía por la UCM- en la Asamblea al respecto de la clásica polémica entre la llamada “alta cultura” y la “baja cultura” o “cultura popular”. Ella cree que los límites son mucho más difusos de lo que se piensa, que ambas se retroalimentan, que cada una bebe de la otra y que hay que sacudirse de una vez por todas el elitismo y el academicismo para mirar, pensar y escuchar más hondo y más libre.

Hablaba de que Bach utilizaba “danzas heredadas de América a través de España y que llegan a Europa, cuyo origen popular se pierde en la noche de los tiempos”, hablaba de Manuel de Falla y del cante jondo y del infinito etcétera. Este discurso -tan actual, y tan polémico, con todo- vino a raíz de una iniciativa de los populares. Lo cuenta Román San Miguel a este periódico: “El PP hablaba de recuperar el valor del legado cultural español, desde temas muy diversos: desde la leyenda negra de la conquista de América o de dar valor a la lengua española en todo el mundo. El enfoque que quise hacer fue problematizar la noción de legado o de cultura que tenían”, sostiene.

“Por un lado, mi intención fue criticar a la derecha esa visión patrimonialista, elitista y reduccionista de lo que consideran ‘alta cultura’ y mostrar que esa cultura tiene raíces populares e históricas que no son de ese mismo origen. Y, por otro lado, también quería hacerle ver a la izquierda que esa cultura popular que muchas veces reclaman, también tiene referencias que pueden ser de un canon o de una tradición clásica. La oposición no es tal”.

Ruptura de alta y baja cultura

Explica la diputada que la mal llamada “alta cultura” ha estado ligada a una cuestión de clase: “Sólo las clases sociales altas accedían a la educación y tenía los recursos para llegar a una cultura elaborada, y lo que hacían las clases bajas se despreciaba como superstición o folclore”, relata. “En el siglo XX eso cambia por completo, por el acceso generalizado a la educación y con la propia crisis de la idea del canon. Las vanguardias ponen en cuestión el museo o la ópera como lugar de cultura refinada”.

Hoy en día, comenta, la situación es mucho más interesante porque todo está más diluido, aunque, apunta, “sigue habiendo intentos por parte de las clases altas de reducir la cultura a la ópera o al museo, aunque la propia invención del cine o la fotografía pongan en cuestión al genio que pinta un cuadro solo en su casa”. “Ahora la imagen se puede reproducir. No tiene sentido ya la cultura como aristocracia, todo está mezclado, hasta los propios artistas que se consideran comerciales o de entretenimiento y los que no”.

Cuenta que el propio Yung Beef ha dicho en alguna ocasión que le interesa el arte “porque le hace romper cárceles mentales”: “Le interesa Romeo y Julieta, Shakespeare. Puede parecer sorprendente para aquellos que crean que es meramente un habitante de las calles al que sólo le interesa el tráfico de drogas. No. Necesita mentalmente historias como las que escribió Shakespeare. Kanye West habla de Platón y de Sócrates… no puede sostenerse ya la distinción entre alta y baja cultura”.

Ha recibido muchos insultos a raíz de su discurso “por parte de los reaccionarios”, aunque ni siquiera estaba diciendo que Yung Beef y Quevedo fueran igual de valiosos: no los estaba comparando, sino señalando que ambos forman parte por igual de nuestra cultura, “de nuestra expresión, y ambos tienen sentido y cabida”. “Parece que si te gusta Yung Beef no puedes leer a Quevedo”, subraya.

¿Derribar mitos?

¿Qué opina del derribo de los viejos mitos -como Javier Marías- por parte de los movimientos sociales, especialmente del feminismo? “No lo considero cultura de la cancelación. Hay un fenómeno diagnosticado que tiene que ver con que ciertos hombres, tradicionalmente, en posiciones de poder tanto social como cultural, han visto que ese poder se ponía en cuestión por ciertas instancias del feminismo. Lo explica muy bien el libro Hombres blancos cabreados”, relata.

Es un cóctel explosivo, una mezcla entre superioridad y victimismo. Es la idea del derecho agraviado: ‘Yo necesito tener unos privilegios sociales porque estoy por encima, no concibo que se me cuestione porque soy superior y me siento ofendido, hay una persecución contra mí’”, cuenta. “Es el agravio de generaciones que ven que esos lugares de privilegio se están sacudiendo por los cambios sociales de los últimos años y se le está dando voz a esos sujetos”.

Y continúa: “Es un afecto político en el que hay que trabajar. No basta decir ‘son unos pollavieja’, hay que entender qué afectos hay ahí, y el feminismo tiene que ser capaz de hacer algo, de darles un lugar más sano que no se base en el dominio”.

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