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La típica imagen a primera hora del pan en la tostadora, golpe de calor hasta que cruje, un hilo generoso de AOVE y a la calle. El problema es que ese rito, tan español como el primer café, mezcla dos flancos problemáticos: si te pasas de dorado, el pan —rico en almidón— forma acrilamida, un contaminante procesal de preocupación toxicológica; y, si además eliges pan blanco “de barra”, estás tomando un cereal refinado con muy poca fibra que se digiere rápido y dispara la glucosa.

Lo primero preocupa a las agencias de seguridad alimentaria desde hace años; lo segundo, a epidemiólogos y cardiólogos, que llevan tiempo vinculando una dieta alta en refinados con peor salud cardiometabólica.

Sobre la acrilamida conviene ser claros: no es un aditivo que alguien "eche" al pan, sino un compuesto que surge de forma natural cuando alimentos ricos en almidón se cocinan a alta temperatura —tostar, hornear, freír— por la reacción entre azúcares y el aminoácido asparagina (la misma química de la reacción de Maillard que da sabor a lo dorado).

Las tostadas encajan en ese escenario: cuanto más oscuras, mayor formación. Esta idea, que puede parecer tecnicismo, es la base de las campañas públicas que piden moderar el tueste en casa.

¿Es grave? La EFSA concluyó en su dictamen científico que la acrilamida tiene potencial genotóxico y carcinógeno y que la exposición dietética supone un “motivo de preocupación”, postura que ha mantenido en revisiones posteriores: de ahí que se recomiende reducirla “todo lo razonable” en la cadena alimentaria y en cocina doméstica.

Ahora bien, prudencia no significa pánico: organizaciones como el World Cancer Research Fund recuerdan que la evidencia en humanos sigue siendo limitada e inconclusa, por lo que el mensaje sensato es evitar lo quemado sin convertir la tostadora en un enemigo público.

De hecho, ese enfoque se convirtió en política: la UE aprobó un Reglamento con medidas de mitigación y "niveles de referencia" por categorías para verificar si la industria está aplicando bien las reducciones. En pan blando de trigo, la referencia es 50 µg/kg (100 µg/kg para otros panes blandos), y las guías técnicas comunitarias explican cómo interpretar esos listones. Ojo: no son “límites legales” para tu tostadora, pero sí un termómetro de hasta qué punto preocupa el exceso de dorado.

¿Y en casa? El mensaje oficial en Reino Unido, con su campaña “Go for Gold”, es sencillo de recordar: apunta a dorado, no a marrón oscuro; evita quemar y raspa o descarta las partes negras. La propia FSA lo resume en su página de seguridad alimentaria y medios generalistas ingleses han amplificado esa recomendación desde 2017. No es una moda caprichosa, sino comunicación de riesgo para un compuesto cuya reducción agrega seguridad sin pedir sacrificios imposibles.

El problema de la harina

Por si fuera poco, aquello de las tostadas presenta otro problema de base, el pan. Un pan blanco común es básicamente endospermo molido; pierde salvado y germen, baja la fibra y muchos micronutrientes, y se absorbe rápido. A escala poblacional, un gran estudio internacional observó que altos consumos de granos refinados se asocian con mayor mortalidad y eventos cardiovasculares, mientras que los integrales —cuando desplazan a los refinados— puntúan mejor en riesgo cardiometabólico. No hablamos de demonizar el pan, sino de qué “pan” aparece todos los días en tu desayuno.

Las guías académicas insisten en lo mismo: prioriza grano entero real y desconfía de panes “oscuritos” que no son 100% integrales, porque el color no es garantía de fibra. Desde Harvard lo explica con claridad: los refinados son un “paquete incompleto” y se digieren deprisa, con más picos de glucosa e insulina; por el contrario, el grano entero aporta fibra, compuestos bioactivos y más saciedad, que es justo lo que buscamos en el primer bocado del día para no “vivir picando”.

‘Pero el aceite de oliva es cardiosaludable’, se suele decir. Cierto: en un ensayo,  un patrón mediterráneo enriquecido con AOVE o frutos secos redujo eventos cardiovasculares frente a una dieta control. La clave, sin embargo, es el patrón (verduras, legumbres, frutos secos, pescado, aceite de oliva virgen extra) y el soporte donde “cae” ese aceite: no es lo mismo ponerlo sobre tomate, garbanzos o una rebanada integral densa que sobre pan blanco muy tostado. La calidad de la grasa no compensa la falta de fibra ni el exceso de calorías si la tostada se convierte en base diaria y generosa.

Desde el punto de vista glucémico, añadir grasa a un pan con un alto índice puede aplanar la curva de azúcar sanguíneo al ralentizar el vaciado gástrico: hay estudios de intervención con pan blanco que muestran que mantequilla u otros aceites reducen la respuesta postprandial, y revisiones metodológicas lo sostienen con matices. ¿El matiz importante para la vida real? Que esa “mejora” no añade fibra ni micronutrientes, y sí suma calorías, de modo que la tostada con aceite puede engañar a corto plazo a la glucosa… pero seguir siendo un desayuno flojo en densidad nutricional.

¿Qué hacer, entonces, con el fetiche de la tostada con aceite? El consejo de muchos clínicos es reservarla —y mejorada— para “de vez en cuando”: pan 100% integral o de centeno, corteza todavía clara, aceite virgen extra pero en cantidad moderada, y algo de proteína (huevo, queso fresco, hummus) o vegetal encima, o bien desplazar el desayuno hacia opciones mediterráneas con más fibra y proteínas (avena, yogur natural con frutos secos, legumbreta pisada con aceite y tomate). Así cuidas los dos frentes a la vez: menos acrilamida en la cocina, menos refinados en la mesa… y un desayuno que trabaja a tu favor más allá del antojo.