La Asociación Memoria y Justicia de Salamanca se ha hecho eco de la petición de la Asociación de Celanova para poder encontrar a un salmantino que fue fusilado en una cárcel de Orense y enterrado en una fosa común. 

De esta manera, se busca a los familiares de Alfonso Moreno Gayol, en Salamanca, que fue asesinado a los 26 años el 22 de septiembre de 1939 contra los muros del monasterio de Celanova, habilitado como prisión, junto a otros seis jóvenes. 

En dicha cárcel estuvieron 110 salmantinos que salieron de Salamanca para cumplir condena en Celanova, que fue uno de los "focos más representativos del terror fascista en la provincia de Ourense". 

El 25 de julio de 1936, apenas cinco días después de proclamar el estado de guerra, el comandante militar de Ourense le encargaba al director de la prisión provincial que estudiase la posibilidad de habilitar el convento de San Rosendo como depósito provisional a donde derivar la gran cantidad de presos políticos que amenazaba con saturar tanto la propia prisión provincial como las prisiones de partido. Pocos días después llegarían los primeros reclusos.

En esta primera etapa, su funcionamiento apenas se diferenciaba del de un campo de concentración, como señala el historiador Rodríguez Teijeiro en su tesis: El sistema penitenciario franquista y los espacios de reclusión en Galicia. Elixio Rodríguez, miembro de las Mocedades Galeguistas de Bande, relató su experiencia en unas memorias más o menos noveladas, pero que no dejan de reflejar la impresión que le causó la estancia en aquella cárcel. 

El primer espacio de reclusión fue el antiguo refectorio (comedor) de los monjes, un gran salón donde la aglomeración era tal que, según relata Elixio, en algunas ocasiones, para que unos pudieran pasear otros tenían que arrimarse de pie a la pared. El local no contaba con acondicionamiento de ningún tipo y los presos se veían obligados a hacer sus necesidades a la vista de los demás en baldes que después vaciaban en la huerta del monasterio.

A la prisión acudían frecuentemente falangistas y militares en busca de víctimas de sus “paseos”. Comparando las órdenes de traslado con las cuentas de alimentación, Rodríguez Teijeiro contabiliza un desfase de hasta 94 reclusos entre julio y diciembre de 1936 cuyo ingreso en la prisión no fue registrado por lo que es de suponer que, errores aparte, la mayoría habrían sido asesinados por el camino. 

Ese fue el caso de los hermanos Fuentes Canal. El 16 de agosto de 1936 el gobernador civil ordenaba su traslado de la prisión de Ourense a la de Celanova, donde nunca llegarían. Al día siguiente, sus cuerpos aparecían en una cuneta de la carretera, en el lugar de Ponte Pequena.

También se cuentan más de 20 órdenes de libertad o conducción referentes a presos del monasterio que acabaron transformadas en penas de muerte. Un caso particular es el de José Abadín Morenza, un obrero del ferrocarril sentenciado a 20 años de prisión que comenzaría a cumplir en junio de 1937 en la prisión de Celanova. 

Poco después de ingresar tendría un altercado con uno de los guardias por lo que fue castigado con el traslado a otra prisión. Si tenemos constancia de su asesinato es porque éste se destapó dos años más tarde cuando una comisión decidió conmutarle la pena y se interesó por su paradero, respondiendo desde la prisión de Celanova que allí constaba como fallecido.

Otros presos fueron reclutados como soldados y enviados al frente. En diciembre de 1936 el gobernador militar de la provincia dispone que 54 presos sean destinados a la Legión, aunque la cifra se elevará finalmente a 101. En marzo de 1937 fueron destinados otros 31 reclusos a una bandera falangista. Algunos consiguieron pasarse de bando. El ABC republicano, editado en Madrid, recoge su experiencia en el monasterio de Celanova, que ellos llaman “la villa de la muerte”: “Fuimos apaleados, y nos hacían confesar, comulgar y llevar escapularios. Cada noche sacaban unos cuantos y eran fusilados, mientras soltaban a todos los perros de la villa para que sus aullidos amortiguasen el ruido de los disparos”.

En 1938 comenzó una nueva etapa de la prisión después de la caída del frente norte. Desde principios de año pasó a desempeñar las funciones de una prisión central, aunque, oficialmente, no tuvo esa categoría hasta el mes de mayo. Aumentó el número de internos, que ahora eran condenados con sentencia firme, en su mayoría asturianos, lo que hizo necesario el acondicionamiento de nuevos espacios tanto para los reclusos cómo para los soldados que debían custodiar el recinto. Se habilitó el otro claustro.

Una buena muestra de las precarias condiciones en las cuales se encontraban los reclusos es un inventario realizado en octubre de 1938. Para una población que, en aquel momento, oscilaba en torno a los 1200 presos, el material se reducía a 135 platos y 50 cucharas, 276 fundas de almohada, 478 mantas y 1054 petates (casi 100 calificados de inservibles). La enfermería no contaba entonces con ningún tipo de instrumental médico. Todo apunta a que esta situación no mejoraría, por lo menos, hasta la llegada, en diciembre de 1939, de una comunidad de religiosas que se encargarían de los servicios de cocina, enfermería o lavandería. Las mejoras se manifestaron, en palabras del director de la prisión, “en detalles como el de ordenar varios reclusos a sus familiares que suspendieran el envío de comidas y paquetes con alimentos”. ¡Por lo menos la comida ya se podía comer!

La villa de la muerte (II): 1939, año de la infamia



En abril de 1939 Franco anunciaba formalmente la victoria de sus tropas. Dos días después de firmar el último parte de guerra el dictador se encargaba de precisar que la posguerra no iba a traer la reconciliación. Los vencedores aún tenían sed de sangre. Para ellos quedaba reservada la paz. Para los vencidos, la muerte, la cadena o el exilio.

El sistema estaba especialmente diseñado para aniquilar totalmente al “enemigo”. En el Nuevo Estado la cárcel cumplía un papel fundamental a la hora de controlar la oposición al régimen mediante la socialización de la muerte y del miedo, por un lado, y mediante el adoctrinamiento político y religioso, por otro.

1939 fue un año trágico en la Prisión Central de Celanova. En marzo se consiguió el máximo de abarrotamiento, más de 1700 presos, muy por encima de su capacidad. Los soldados encargados de custodiar el recinto, embriagados por la victoria o por los celos, utilizarán a los presos como diana de sus disparos.

Teóricamente, los presos sólo se podían asomar a las ventanas para participar en las procesiones religiosas. A pesar de todo, existía cierta permisividad y los internos estaban acostumbrados a mantener conversaciones con las jóvenes de la villa por medio de un inventado lenguaje de signos.

A partir de abril todo cambió. Con la excusa de impedir que se acercaran al exterior, los soldados ametrallaban aleatoriamente a los presos. En un período de seis meses tienen lugar 5 incidentes de este tipo con un saldo de 16 heridos y un muerto.

A pesar de que el director de la prisión se quejó varias veces del gatillo fácil de los centinelas, que sepamos, no se tomaron medidas contra los vigías, sino que, para mayor inri, los castigados fueron los presos por asomarse a las ventanas, aunque las autoridades de la prisión sabían que no era así.

El episodio más trágico tuvo lugar el 1 de agosto de 1939. Ese día fueron heridos 10 presos a primera hora de la mañana (7:30) mientras se aseaban, pero la gota que colmó el vaso aconteció el 20 de septiembre después de que un preso recibiera un disparo a las 8 de la mañana.

El médico hace constar que el tiro fue por la espalda, lo que le hace dudar de que se hubiera asomado a la ventana: “el disparo lo recibió por la espalda, es indudable que dicho recluso estaba vuelto de espalda a la ventana, razón por la cual no cabe dudar (sic) se hallase asomado a la misma”. A partir de entonces no volvemos a tener constancia de este tipo de episodios hasta 1943.

En 1939 también dejaron su huella de sangre en la villa los falangistas de la Bandera de Marruecos. Esta unidad, formada en gran medida por tropas coloniales, la componían unos 700 hombres que destacaban por su ferocidad en el combate.

La Bandera llegó a Celanova, procedente de Madrid, a tiempo para celebrar el 18 de julio, desfilando antes por las calles de Ourense. 7 muertes inscritas en el Registro Civil de Celanova “por comunicación de él Juzgado Eventual de la Bandera de Falange de Marruecos con guarnición en esta villa” es el trágico balance de su paso por la villa.

Los fusilamientos tuvieron lugar el 22 de septiembre de 1939 a las 7 de la mañana, dos días antes de la festividad de Nuestra Señora de la Merced, patrona de los presos. Ese día abandonaron Celanova, no sin antes participar en los consabidos actos religiosos y desfilar por última vez en la villa. El fusilado más joven tenía sólo 19 años. Se llamaba Baldomero Vigil- Escalera. El más viejo, Mariano Blanco González, tenía 36 años. De los otros cinco ninguno llegaba a la treintena.

Pocos meses después de que se marchasen, en enero de 1940, el Ayuntamiento acordó vender los regalos que habían dejado aquellos falangistas. A lo mejor el recuerdo les atormentaba.



La villa de la muerte (III): el “sometimiento por el terror”

Al acabar la guerra, el racionamiento se impuso para todos los españoles, con pequeñas diferencias: las mujeres, los mayores de 60 años y los menores de 14 recibían menos porcentaje de comida que los hombres adultos. La prioridad quedaba clara. La comida de los presos también estaba racionada, pero hasta las cantidades prescritas eran muy superiores a las que realmente recibían. Según confesaba el director de la prisión de Celanova, durante la posguerra hubo ocasiones en las que el rancho de los reclusos se reducía a patatas con un poco de carne.

La acumulación, la mala alimentación y las malas condiciones higiénicas producían enfermedades, sobre todo del aparato respiratorio, que se saldaban a veces con resultado de muerte. La tuberculosis, una enfermedad casi anecdótica en 1936, repuntó a niveles desorbitados durante la guerra, tornándose endémica durante la primera década de posguerra. En la prisión de Celanova, el historiador Rodríguez Teijeiro contabilizó 84 muertes entre 1938 y 1943 por enfermedad o “accidente”, la mayoría debidas a la tuberculosis. Un estudio realizado con los datos de 15 prisiones cifra en más de 4000 los muertos en las prisiones a causa de la mala alimentación, enfermedad o maltrato durante los años 40. La mayoría entre 1940 y 1941.

Al margen de las humillaciones “gratuitas” de los carceleros y de los disparos de los centinelas, los castigos oficiales apenas se diferenciaban del maltrato y de la tortura. En la Prisión Central de Celanova los castigos eran especialmente duros. Sin ir más lejos, en enero de 1940 dos presos fueron condenados a 20 días en una celda de castigo y 15 días de limpieza de retretes... por jugar al dominó.

La blasfemia era tratada como delito contra el Estado y tan penalizada como un intento de fuga. El reglamento establecía como castigo la incomunicación del penado hasta que se arrepintiera. En caso de reincidencia podía peligrar la concesión de beneficios como la libertad condicional o la reducción de condena. Sabiendo las consecuencias que acarreaba, no podemos más que comprender el sometimiento de los presos a estas normas e incluso la colaboración con las autoridades. Pero, también por ese motivo, son de destacar algunas actitudes contestatarias. En 1943, poco antes de su cierre, cuatro reclusos fueron trasladados a la prisión de Burgos: dos por manifestar públicamente que no aprenderían el catecismo “bajo ningún concepto” y otros dos por rechazar su puesta en libertad si para conseguirla tenían que examinarse de cultura religiosa. Eran considerados irrecuperables para la nueva España.

Las chicas de la villa se encargaban de atender las necesidades de los presos, lavarles la ropa o enviarles comida. Unas lo hacían voluntariamente y otras por necesidad económica, acordando un pago con los familiares por sus desvelos. En algunos casos, se llegaron a enamorar. Los fascistas no entendían que prefirieran a aquellos hombres privados de libertad y no las sedujeran sus lustrosos uniformes y su posición social. Se sabían impunes, y gritaban que les iban a cortar el pelo a las mujeres con el objetivo de desmoralizar a los reclusos.

Permanentemente se le recordaba a los presos su condición de vencidos. Especialmente, durante las festividades religiosas y las conmemoraciones patrióticas o mediante la celebración de concursos literarios. Pronto se idearán mecanismos para el adoctrinamiento de los presos y su aprovechamiento económico con pingües beneficios para el Estado y las empresas privadas.

La labor educativa se centrará sobre todo en los analfabetos, por considerarlos más permeables a la propaganda nacional-católica. El examen consistía, entre otras cosas, en la redacción de una humillante carta agradeciendo al Nuevo Estado la “educación” recibida. Por otro lado, el sistema de redención de penas por el trabajo empleaba a los reclusos en talleres o en la reconstrucción y reparación de obras públicas a cambio de un pequeño jornal del que, por encima, el Estado se quedaba una parte importante, teóricamente, para su mantenimiento. A cambio podían reducir unos pocos días de condena, pero para eso tenían que mostrarse “sumisos y arrepentidos”. Masones y comunistas eran empleados en batallones de trabajadores, pero no podían reducir condena.

Para aligerar el exceso de reclusos se recurrió a la libertad condicional, es decir, con condiciones. Frecuentemente, los “liberados” eran obligados a residir lejos de su residencia anterior, además de sufrir la continua y humillante vigilancia de las autoridades que podían devolverle a la prisión si lo consideraban oportuno. Encadenados a su pasado, nunca llegarán a ser verdaderamente libres.