Anoche empecé viendo el cuarto de baño de la Jurado en Montealto, que lo abrían como anticipo de todo lo que abrirán el viernes (el despacho y el comedor tienen respuesta para Gloria Camila, ojo), y acabé viendo, otra vez, a los niños cantores de Idol Kids. No puedo evitar imaginarme a todas sus madres como esas rubias americanas que en su adolescencia fueron reinas del baile de graduación, siempre quisieron ser Miss Kansas pero no pasaron nunca de Miss Smallville, y ahora arrastran a sus pequeñas y rubias hijas de casting en casting y de concurso de belleza en concurso de belleza. En caravana.

No es un secreto a estas alturas que lo único que me gusta de este concurso es Omar Montes. A mí es que me hace gracia todo lo que dice. Así, con esa cadencia, como si hasta hablar le diera pereza. Estoy segura de que si pudiese comunicarse por telepatía no haría el esfuerzo de vocalizar. De hecho, no lo hace: las palabras se le caen de la boca. Pero a mí me tiene encandilada. Y claro, te sale con que la canción que interpreta el chiquillo, uno aleatorio, es con la que él dio su primer beso “detrás del Burguer King de Aluche”, o que “está poseído por la voluntad de Isabel Pantoja” cuando canta una copla otra cría, y yo quiero que gane él. Aunque no participe y sea miembro del jurado y eso contravenga todo reglamento.

Una gala que no se acaba nunca

Mi sensación todo el rato es que los chiquillos, como gremlins, se han multiplicado con el agua. Que son miles, que no van a acabarse nunca, que no piensan parar de cantar jamás. Que se me ha hecho largo, vaya. Como una antología de los peores poemas de Roy Galán. Exagero, nada se hace más largo que, ya no una antología, un poema de Roy Galán.

Los tres tickets dorados que dan paso directo a las semifinales han sido en esta (interminable) gala para un niño vestido de galán más grande que la presentadora, una chiquilla comprometida con causas justas cantando coplas y una niña con abuelo muerto cantando con sentimiento. Esto, está feo que yo lo diga pero lo voy a decir, confirma mi teoría ya expuesta en el anterior artículo sobre el peso del drama frente al de las aptitudes en los talent shows. Lo digo, lo sostengo y de este burro no me bajo.

La pulsera de Omar

Mi favorito de todos, el único que me hizo estar pendiente de la tele sin distraerme con cualquier cosa (además de mi Omar) fue Fran, que quiere ser una gran diva y daba gusto verlo en ese escenario y yo me lo habría llevado a casa. Lo que pasa es que no se le había muerto nadie y así no se puede. Omar Montes le ha regalado una pulsera de oro porque ya no le quedaban tickets dorados. ¿Cómo no le voy a querer? Ha quedado, eso sí, entre los tres que han pasado a la semifinal, con Mario, el niño que ha cantado la canción del primer beso de Omar en Aluche, y con Toto, un pequeñajo de Pan Bendito, el barrio de Omar, que tiene todo el arte.

Largo se me ha hecho. El próximo programa, a mí no me pillan.