Opinión

La tierra aterrada

Los ríos de lava del volcán de Cumbre Vieja, en la Isla de La Palma.

Los ríos de lava del volcán de Cumbre Vieja, en la Isla de La Palma.

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La tierra se ha roto. Montones de lava surgen de sus profundidades, lanzando llamaradas devastadoras, al tiempo que inunda espacios que forman la cúpula que nos arropa, el firmamento que, al menos de forma contemplativa, nos pertenece. Las misteriosas leyes que rigen la naturaleza, han resquebrajado la armonía de tales espacios, la propiedad de los vientos sobre los que vuelan las aves, y, ahora, las administran seres anónimos, sempiternos hacedores de perpetuas maldades, que vuelcan destrucción y muerte desde los infiernos de los que habla la Iglesia, como si continuara la eterna lucha del príncipe de las tinieblas, contra el bondadoso dios de las religiones.

Hogueras permanentes -eternas para quién las soporta- sufren la maldición que les impide ver el rostro del dios-sol, único misericordioso, porque ilumina el porvenir de los días, las ilusiones de la existencia, aquietada por seguridades ancestrales, los sueños que permiten a la mente recrearse a la vista de brillantes estrellas, pegadas en el firmamento, en las serenas y pacíficas noches de la isla.

La tierra se ha roto. Regueros de lava la recorren nuevos caminos por los que parece que se desangra el corazón que late en las profundidades, al tiempo que destruye los anhelos de un pueblo que ha visto desaparecer su pequeño universo, con sus bienes materiales, con sus dudas y sus certezas, con sus quimeras y realidades, y, sobre todo, con sus recuerdos, porque, al pasar del tiempo, cuando la bruma de la edad ensombrece la mente, la vida solo se mantiene con el alimento espiritual que aportan los recuerdos.

La tierra se ha roto. Lanza al aire, envuelta en negros humos, la soberbia de una naturaleza que se expande desde el principio de los tiempos, a pesar de la degradación que le imponen sus habitantes. Se vacía por cráteres surgidos en determinadas zonas, lanzando al mundo su protesta, o su advertencia, al poner de manifiesto lo importante de su fortaleza, y lo pequeños que son, hasta los más grandes hombres. Una marea gris, chispeante entre cenizas candentes, va inundando los campos, sembrando infertilidad donde había trigo, muerte, donde había flores, desesperanza, donde había amor. La noche se instala en un ambiente de temor, de sufrimiento, de indignación y de engaño, ante días que desaparecen, sumidos en sombras formadas por grotescas nubes que bailan al empuje de cálidos vientos, calcinando, entre negras cenizas la esperanza de su mundo ante la mirada aterrada de niños que nunca olvidarán tal espectáculo.

Rota la tierra, si creyera en mundos venideros, en estadios acogedores de almas esperando su resurrección, pensaría, a la vista de la pandemia, y de la tierra que describo, rota y sangrante, que la presidencia de Sánchez, y su miserable gobierno, está gafada, maldecida por los muertos que, removidos de su tumba, han roto la paz de una sociedad, cuyos representantes, creyendo obtener un beneficio propio, no quisieron respetar la suya.