Opinión

Besos para Jacinta

Maribel Martín.

Maribel Martín.

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¿Quién no tuvo amores cinematográficos? Me gustaba Maribel Martín. Sus apariciones en la pantalla impregnaban al espectador de esa belleza que solo puede ofrecer un rostro sereno perfilado por la dulzura de una discreta melancolía. En la serie Fortunata y Jacinta, novela de Galdós, ella era Jacinta y Ana Belén, Fortunata. Ambas tenían en común el conflicto que depara el amor ambiguo. El cálculo del afecto.

Un día, la generosa Atenea me otorgó el placer de contemplar los ojos de Maribel frente a frente. Corrían los años ochenta. Ella estaba sentada, sola, en una cafetería de Gijón con motivo de no sé qué evento cinematográfico. Al entrar quedé petrificado ante sus ojos azules. Notó que la reconocía. Con el corazón muy alterado fui a la barra y pedí un tinto. Después otro y otro porque no sabía qué hacer cuando dirigía su sagital pupila hacia donde yo estaba. En el film, Jacinta sabe y ve todo, pero calla hábilmente. Imaginé lo mismo. ¿Por qué no iba a advertirme como un intrigante más de una escena decimonónica? Al cabo de media hora tuve que irme. Había quedado con Fortunata en el Dindurra. No estaba. Se fue después de esperar por mi más de una hora, según el camarero. Retorné apresurado. De Jacinta solo quedaba la silla. Decidí recuperar sus claros ojos entre los trémulos destellos del morapio.

En la foto, sustraída de la serie antes mencionada, aparece el rostro de la artista en un momento de grave incertidumbre. Obliga a la ensoñación. La única manera posible de acompañarla es, tal vez, con palabras. Palabras que siempre serán inoportunas porque no es posible nombrar lo innombrable. Al contemplar el rostro de Jacinta cualquier acción es temeraria. Convierte al más dilecto poeta en un charlatán. Mejor callar y adorarla. O enviarle besos.

Besos para Jacinta

No te lleve la tristeza
a tan grandes soliloquios
que con ellos más refuerzas
males ajenos y propios;
ni los besos a unos labios
en el cine solo vistos,
vale más uno a la mano
que esperar los infinitos.
No hay amores sin sabores
y besar es saborear,
aunque engañe a los mejores
expertos en degustar;
a veces, parecen sueños
que sólo por amor obran,
pero pueden ser pastueños,
nunca besan si no cobran.
Todos los besos se esconden,
nadie sabe en qué lugar,
los dados nunca responden,
perdieron la voluntad.
Yo en el olvido los guardo
con un sabor a ceniza
que el vendaval de otros labios
no borra, ni los desliza.