Opinión

Vestidos de blanco

Muere una enfermera en el País Vasco con coronavirus

Muere una enfermera en el País Vasco con coronavirus

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Dice Gonzalo Pérez Jácome, alcalde de Orense, que lo de las medallas por poner vacunas no viene a cuento.

Si se piensa bien, este señor tiene más razón que un santo. No creo que haya que reconocer de forma especial la labor de tu frutera, de tu dentista, de los maestros de tus hijos, hasta del empleado de la gasolinera que todas las semanas te salvan la vida un poquito con su labor. Hacen su trabajo como casi todos los demás, como yo, como tú. Y entre todos hacemos que este chapucero proyecto de vida en sociedad se mantenga a flote a pesar de los que pueblan el 'casi' de la frase anterior, que cada vez son más y quieren más de los demás (pero eso es otra historia). Me resulta claro y diáfano a pesar de que alguno o alguna todavía le encuentre objeciones a una cuestión tan sencilla de entender.

Sin embargo, hay más cosas que decir al respecto. Por ir al meollo del asunto: lo más urgente es reconocer que no nos merecemos el Colectivo de Enfermería del que disfrutamos en este país y la crisis sanitaria que ha provocado la Covid lo ha demostrado con creces. Han estado en primera línea de fuego por vocación, responsabilidad y valentía, movidos por eso que llevan dentro en su corazón y su cabeza, tan fácil de apreciar y tan difícil de explicar para los que no somos como ellos.

Hay quien se queja de que los seminarios se vacían porque hay "falta de vocación". Me parece que esa vocación de la que hablan es una chufla comparada con la de estas señoras y señores vestidos de blanco. Por otra parte, ya quisiéramos la responsabilidad exhibida por este colectivo para el ejército de mamandurrias que pululan por doquier pastando del presupuesto a todos los niveles. Y en cuanto a su valentía, resistencia, tesón, coraje y compasión hagamos examen de conciencia y preguntémonos si alguna vez nos hemos encontrado en situación remotamente parecida y cuál ha sido nuestra reacción. Si usted ha pasado el examen, enhorabuena. Yo ni siquiera me acerco al aprobado.

Sólo por esto, esas medallas entregadas por el señor Feijóo -y la parafernalia humana y material que le acompaña- deberían ir destinadas todos los años a cualquiera de las personas que compone el colectivo. Indispensable que sea de los que visten bata, manejan agujas y apósitos y se manchan los guantes con sangre, es decir, quedan excluidos conserjes, directores, subdirectores, gerentes, secretarios, subsecretarios, delegados, subdelegados, adjuntos, adjudicados, sindicalistas y, en general, todos los que le hacen la ola a los anteriores. Que ya nos conocemos. Y aplíquense el cuento en el resto de taifas porque la cosa pinta igual de mal o peor. Y esto -lo del reconocimiento anual- que se haga cada año hasta que cale un poquito el ejemplo. Si esto sucede seguro que acabamos siendo mejores personas.

Aunque sólo sea para mostrar un poco de amabilidad y dar las gracias con la última cinta de esparadrapo, para mostrar disposición a facilitar su labor en lo que se pueda aunque sea a base de pequeños gestos, para no perder la oportunidad de mantener la boca cerrada cuando la ocasión lo aconseja y evitar ciertos comentarios que sólo retratan nuestra miseria y, sobre todo, para hacernos responsables de nuestra propia salud, porque si a estas alturas hay quien no se ha dado cuenta (y los hay por millones) la responsabilidad de la salud personal empieza y acaba en uno mismo.

Nuestros sanitarios están aquí para ayudar pero, afortunadamente para ellos, no son responsables de nuestra genética, nuestros accidentes, nuestra educación, nuestra deriva existencial y, sobre todo, de nuestros excesos. Así que vamos a ver si hacemos por ponérselo un poco más fácil. Venga, que no cuesta nada. Hágalo y ahórrese los aplausos para la próxima ocasión. Seguro que los interesados se lo agradecen más y mejor.

El caso es que el mantenimiento de nuestra sanidad pública resulta ser un complicado encaje de bolillos. A pesar de absorber abultadas partidas presupuestarias, los recursos humanos y materiales no pueden crecer más y el peso empieza a recaer de manera demasiado directa sobre los hombros de sus profesionales. Hemos podido observar que su capacidad de sacrificio y sufrimiento es grande pero no es infinita. Todo tiene un límite y podría llegar el día en que nos viésemos viviendo en la fábula del caballo y el asno. Seguro que ese día tendríamos a todos nuestros prebostes rasgándose las vestiduras y culpándonos de nuestros pecados, esos mismos que hoy andan callados como puertas ensimismados en sus cálculos electorales. Hagamos lo necesario para que ese día no llegue.

Mi mujer es enfermera. En casa es la Reina Blanca y no soy súbdito de nadie más.