Opinión

La filosofía de un poeta intruso

Manuel Asur en los años 80.

Manuel Asur en los años 80.

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Este poema es casi en primera persona. Un yo reflexivo. El yo que pone al yo. El gran inventor de esta filosofía del yo, fue el filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte. Antes de él no había yo. Sólo existía una frivolidad gramatical. En cierta ocasión le pidió a un alumno que se colocara frente a la pared y la contemplara bien. Luego, que se volviera de espalda y recordara si la pared era la misma que la real. Desde luego que no, respondió. Efectivamente, una cosa era la imagen de la memoria y otra la pared real. A la pared real la denominó NO-YO que luego se extendió a todas las cosas que no eran consecuencia de la acción del YO, por ejemplo, la mar, la divinidad, etc.

Al proceder así, había dos YO en juego. Uno real que contempla la pared y otro ideal que la imaginaba. Un YO pone a otro YO. Es un YO operativo, no psicológico. Resultado de una acción corporal. Nada subjetivo, sino objetivo. Porque fue la acción de dar la espalda a la pared lo que hizo posible una imagen completamente exenta de veleidades psicológicas. Después, el traidor Freud convirtió el YO de Fichte en una estructura psicológica de egos y superegos. Más tarde, el “YO soy YO y mi circunstancia” de Ortega y Gasset, volvería a hacer justicia al genial YO de Fichte.

El poeta intruso

Aunque yo nunca lo invite,
siempre llama a mi puerta,
si no le abro, él insiste
casi ya sin darse cuenta.
Una vez que entra en mi casa,
la organiza y la serena,
luego se duerme en mi cama
y lo despierta un poema.
Cuando se pone a escribir,
parece una hilandera
que urde dentro de si
el vuelo de una quimera.
Vuelo oscuro, vuelo raso,
vuelo que no hila el hilván,
pero en medio del fracaso
puede ser transcendental.
No tiene el cielo en la mano
y no comprende por qué
nubes, planetas, los astros
pierden altura con él.
Su credo, un movimiento
hacia la duda domada:
no ignora que el sentimiento
nunca fundamenta nada.
No se aparta del encanto
que en los mares se divise,
las sirenas con sus cantos
no lo atan, como a Ulises.
Le gusta ver, a su suerte,
la musa fuera de tercio,
el valor que ni la muerte
se atreve a ponerle precio.
No hay cárcel donde hay libros,
piensa así, a voluntad
del viejo libre albedrío
con su gracia medieval.
Volvió, después de vagar
solitario por la senda,
al camino hecho ya
por la gente que regresa.
Su filosofía suscribe
esa pasión por buscar,
cómo, en la idea sublime,
brilla un origen manual.
Las escuelas de lo oscuro
le llamaron asno y ciego,
respondió como Epicuro,
con sereno “logos” griego.
Entrenó su corazón
para los días de nieblas
y en las fronteras del sol
no vio oscuras las tinieblas.
Le enseñó el ave nocturna
a ver en distancia corta
las estrellas y la luna
con el método que importa.
Es el hombre y el poeta
compañeros de mi hogar,
uno es niebla, otro, piedra,
¿yo? Yo solo. Soledad.