Opinión

La obsesión multipolar de China

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¿Se han preguntado alguna vez por qué China aboga de manera sistemática por eso que se llama "mundo multipolar"? Nos recuerda hoy Enrique Dans en su columna titulada Geopolítica tecnológica que, mientras en occidente nos enredamos con nuestros "problemas", hay un actor que mira a largo plazo, siguiendo sus propias reglas que nada tienen que ver con las nuestras y con un claro objetivo de ser mucho más influyente en el mundo de lo que ya es hoy.

La pandemia y el efecto que ha tenido en las cadenas de suministro con origen en el gigante asiático nos deberían haber puesto en guardia, pero parece que no ha sido el caso. Mientras parecemos haber renunciado a liderar el mundo con los valores e ideas que han hecho de occidente una historia de éxito y nos apuntamos a expiar unas supuestas culpas por las que solo nos estamos pidiendo cuentas nosotros mismos, China va consolidando su influencia en el tablero global.

Es indiscutible que el marco de relaciones globales no es el que era y que todo el esquema de Naciones Unidas, nacido después de la Segunda Guerra Mundial en un entorno muy diferente al de hoy, está necesitado de una puesta al día. Sin embargo, ¿en qué sentido nos interesa que se produzca este cambio? Me sorprende la ingenuidad con la que todo occidente abraza sin muchos matices esa concepción multipolar, bien como sustituto ideal, bien como futuro sobre el que poco cabe decidir o hacer.

China sabe que en ese escenario tiene todas las de ganar y, en un entorno así, no habría país que pudiera hacerle sombra. Fomentar ese concepto de multipolaridad no es más que una manera de aplicar el viejo principio de "divide y vencerás". Menos de un 10% de la población mundial (unos 770 millones de personas) vivimos en países considerados democracias plenas. Frente a eso, hay 1.400 millones de personas en un único país con potencial, ideas y determinación para aplicarlas.

Sin desdeñar el avance que ha conseguido China a una velocidad de vértigo, la pregunta que debemos hacernos es cuánto apreciamos nuestros propios valores y si estamos dispuestos a fomentarlos con la misma determinación o si, por el contrario, preferimos asumir nuestra decadencia y esperar lo que pueda venir.