Opinión

La duda y el conocimiento

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La impronta racionalista de la filosofía moderna convirtió la duda en el punto de partida del método filosófico. René Descartes, en el Discurso del Método, concibe la duda metodológicamente, como fundamento básico desde el cual establecer el conocimiento racional. El racionalismo cartesiano elevó la duda a presupuesto de las operaciones del intelecto.

En efecto, toda duda, cualquiera que sea su naturaleza, exige ser resuelta, comenzando por consultar a quien posea los datos e informaciones más verídicas y fehacientes que la permitan despejar o disipar. El escepticismo se presenta de ese modo como un estado inicial, preliminar, que debe ser superado en aras de un juicio racional. Ante la duda no cabe la indiferencia o la apatía, sino la búsqueda activa de la certeza en el sujeto o en la fuente que mejor pueda resolverla atendiendo a la naturaleza del mismo objeto del que se duda. El escéptico pone de manifiesto su incapacidad cognoscitiva original respecto del objeto de su pensamiento. La duda es pues manifestativa de auxilio, de necesidad de confianza. La duda intelectual es reflejo de limitación, contingencia e insuficiencia del razonamiento humano.

La resolución de la duda no supone que ésta deba ser sustituida por la fe. El fin del conocimiento de fe no es cubrir las lagunas del conocimiento racional. Además, tan reprochable es una fe no formada como una razón desinformada. Ni la fe es una actividad irracional ni la racionalidad es en todo caso razonable. En los juicios humanos se entremezclan creencias razonables que tratan de integrar nuestras lagunas cognoscitivas mediante ciertas pautas y criterios -no siempre empíricamente demostrables-, junto con racionalidades abstractas que, aunque lógica y matemáticamente rigurosas, pueden conducirnos a resultados o actuaciones indeseables.

A diferencia de lo que postula una cierta corriente racionalista, el conocimiento racional y el conocimiento en fe no compiten, no son excluyentes. Todo lo que existe, puede ser conocido por la razón o por la fe, teniendo cada una en cierto modo algo de la otra. La fe presupone una confianza primera que informa todo conocimiento para excluir la duda. La ciencia, con su método empírico, tiene mucho de confianza, de “fianza” en sentido de fides o fe en el otro, en esa inexorable alteridad que caracteriza e incluso condiciona la vida social y toda la interconexión de relaciones y experiencias interpersonales que se superponen.

La construcción de las evidencias, la formación de las certezas y convicciones tiene mucho de fiabilidad, esto es, de lo confiable que resultan las fuentes y autores que se toman como referencia primera. Pero también, de los usos del lenguaje y la semántica que acompañan a los significantes con los que nos expresamos y comunicamos en un determinado contexto espacio-temporal. Y por supuesto, de la intención y “buena fe” que se presuma y que presida (o no) la exégesis y hermenéutica de las fuentes, el origen de los datos empíricos seleccionados, y la interpretación y valoración de los hechos, pruebas y resultados.

Los juristas sabemos, por ejemplo, que, en el ámbito de la ciencia jurídica -que constituye una parte de la ciencia moral- los criterios aplicables han de basarse en la lógica jurídica pero sobreentendiendo una legitimidad social de la ley y del juzgador. En sede judicial, el testigo emite una declaración ante el juez bajo juramento de presunción de veracidad. Es decir, bajo la confianza de que dice verdad. Por su parte, el juez podrá ser informado por un perito o experto en orden a despejar su duda y así poder determinar la solución más justa al litigio conforme al derecho aplicable. De igual modo, en los procedimientos en los que hay jurado, se absolverá al encausado si sus miembros albergan una duda razonable.

Si no existe un primer depósito de fe en la ley y en las personas que encarnan la institución que aplica el procedimiento y el método, la resolución de los conflictos humanos resultaría una tarea infructuosa, imposible. En todo conflicto interpersonal pueden subyacer dudas sobre cuál debe ser la solución más justa y oportuna. Los métodos y técnicas son de facto herramientas que nuestro intelecto inventa para ayudarse a reducir sus dudas, instrumentos para ganar confianza. El conocimiento tiene mucho de experiencia, pero también algo de creencia e intuición.

De la misma manera que un juez, nuestro intelecto requiere consultar al experto y al testigo, para informarse en orden a construir el conocimiento y obrar en verdad y en justicia, atendida la naturaleza del objeto. El conocimiento se principia, por tanto, desde la remoción de la duda, no desde ella. La existencia y aparición de la duda no debe ser motivo ni excusa para que nos invada un escepticismo crónico, sino una invitación a trabajar en la construcción de la confianza interpersonal y social. Esto sitúa a la ética, a la filosofía práctica, en el centro del razonamiento y de la ciencia.