Opinión

En los buenos y en los malos momentos

Felipe VI. / Navarra.com

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Oswald Spengler publicó La decadencia de Occidente en Alemania en julio de 1918, en plena exuberancia de la pandemia gripal. En diciembre de 2020 cito esta obra, en un momento pandémico similar, para extraer de ella una reflexión: en la decadencia de las civilizaciones surgen ambiciones, se promueven tendencias, que persiguen alterar la estructura del Estado.

Para Michael Foucault, la lucha contra el orden instituido pasa siempre por una lucha contra los poderes del Estado: el aparato judicial ha sido el blanco, al mismo tiempo y al mismo título que el aparato fiscal, el ejército y las otras formas de poder […].

Junto a iniciativas loables hay otras que abocan a las sombras de lo profundo, que penetran en lo que hay más allá de la geografía conocida, en lo que en la cartografía griega era representado por Escila y Caribdis y en la romana y medieval infrascrito en el mapa como hic sunt dracones (aquí están los dragones).

La división de poderes que diseñó Montesquieu en su obra El espíritu de las Leyes integra las constituciones de los países más avanzados y solventes.

La Unión Europea diseña su forma de gobierno sobre esta división que cumple dos fines: garantiza la moderación conciliando la naturaleza de las cosas con la aspiración humana a la felicidad, a la plenitud de la persona como ser sujeto de dignidad. Y garantiza que la gobernación sea objetiva evitando arbitrariedades.

Nuestra Constitución, el diseño político del Occidente libre, es resultado de esas ideas que han procurado una armonía y estabilidad inéditas durante tantos años. Sin odios, sin rencores, solamente con una voluntad decidida para construir, sumar, prosperar… Ya Catón El Viejo reflexionó, […] cosas grandes se arruinan por los odios […].

España adoptó en 1978, como forma política, la monarquía parlamentaria. En esta, la Corona posee menos poderes que un presidente de república y ostenta un carácter simbólico sobre la unidad territorial y la unidad del Estado, garante, además, de la democracia porque la monarquía democrática garantiza que todo el poder no proceda más que del pueblo, como razona Subra de Bieusses.

Una Corona fuerte previene otro peligro: evita las degeneraciones políticas en las formas imperfectas de gobierno como son la tiranía, la oligarquía y la demagogia. Y es freno a los populismos, y con ello, a los totalitarismos que asolaron el mundo en el s. XX y comprometen sociedades en el s. XXI …

El relato que se construye en la época de la decadencia -la posverdad no deja de ser una de sus manifestaciones- lleva implícito erosionar marcos de equilibrio.

Steven Pinker nos habla que la creación del mundo moderno, el desarrollo del humanismo, las ciencias, la economía y la cultura son debidas a la racionalidad que la Ilustración trajo a la civilización europea.

Pero también Ben Shapiro nos habla del proceso de sustitución de los principios griegos y judeocristianos por otros deshumanizados, más hedonistas, más tribales y relativistas. Se abandona el concepto de bien común que es sustituido por un provecho ajeno a la comunidad.

La decadencia se manifiesta en la educación transmitida. Principios escasos como exiguos los valores. La urbanidad, el respeto, la cultura entran en recesión… formas de saber estar que facilitan la socialización y la confianza que promueven habitabilidad en las comunidades. Es como si arrojáramos los ropajes de la civilización persiguiendo con ansia un renacimiento, pero como entidad biológica regida por instintos y pasiones.

Hay hombres que se preguntan inquietos cómo será el futuro ante el clamor de sus conciencias; personas perdidas que no encuentran trascendencia a un vivir despojado de espíritu. Muchos literatos sintieron esa desesperación ante la infinitud del vacío y su necesidad de abrazar, de asir con fuerza, valores verdaderamente humanos.

La historia nos muestra estos valores a través de sucesos en donde siempre el espíritu humanista se impuso, sosegando corazones y superando adversidades.

No hay monarquía sin historia. De ella brota su legitimación y trascendencia. Su dimensión temporal trasciende a los momentos presentes ofreciendo decisiones predecibles y estabilidad. A esto se le llama seguridad institucional que promueve escenarios de recuperación económica y prosperidad.

Se habla de la lealtad y del vínculo personal Rey-ciudadanos, una relación de siglos a través de años de continuo contacto y apego en los diferentes momentos que ofrece la vida. En otras formas de gobernación no hay lealtades porque su posibilismo impide asumir compromisos para todos, su esencia brota de un procedimiento legal, vacío de sentimientos y abierto siempre a escenarios desconocidos.

Ante un trágico año en donde España ha sido objeto de una voracidad vírica desconocida, genera confianza contar con un magnifico monarca.