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Defensa y elogio del poder judicial

Alegoría de la Justicia en Dublín. / Pixabay

Alegoría de la Justicia en Dublín. / Pixabay

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Vivimos tiempos no aptos para la lírica en los que el ejecutivo quiere legislar restringiendo poder al poder judicial desde varios frentes y todos ellos arbitrarios. Ya de suyo asusta mucho que el gobierno legisle, como de facto lo hace al estar sentado en el Parlamento y sacar leyes votadas por diputados que no representan al pueblo, sino a los partidos políticos, y que, legislando, sea además quien ejecute la leyes y además pretenda nombrar jueces sin consenso con la oposición –Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como–. El espíritu de la ley orgánica del poder judicial es forzar el consenso en el nombramiento de los jueces y ello sabiendo que desde la dificultad de ponerse de acuerdo puede salir un consejo equilibrado, mucho más que el que saldría de una mayoría simple no cualificada.

El gobierno también quiere llevar a buen puerto la nueva ley de enjuiciamiento criminal dejando todo el poder de instrucción al fiscal, quitándoselo a los jueces, que son los que han repartido estopa a diestra y a siniestra, y haciendo desparecer también la institución jurídica más democrática de nuestro ordenamiento: me refiero a la acusación popular, que permite que cuando media un interés general como bien jurídico puesto en peligro, la sociedad, al ser perjudicada, pueda intervenir en el proceso.

La doctrina dominante del Tribunal Supremo, lejos de quitar importancia a esta institución, la resalta. Es la llamada doctrina Sánchez Melgar, cuya sabiduría radica en reconocer la necesidad de la existencia de la acusación popular como medio de protección de los bienes jurídicos llamados mediatos, que son los que, si se tocan, nos afectan a todos, es decir, cuando no solo media un mero interés particular. El Tribunal Supremo resalta en esta doctrina que ello es así porque es sabido que la fiscalía no siempre está con el interés del Estado, sino que, por lo demás, en muchas ocasiones se pone del lado de la línea programática o ideológica del gobierno de turno, la cual no siempre coincide con el interés de los ciudadanos.

Ya se lo sabe el Tribunal Supremo, pero también el presidente del Gobierno, aunque el suyo sea un saber imprudente. Nos soltó la perla, el otro día, de que, si el fiscal general del Estado lo nombra el gobierno, pues ya está. Vamos que se legitima así, porque lo nombre el gobierno, que el fiscal siempre se ponga del lado del gobierno, aunque eso signifique que este no siempre se ponga del lado del interés del todos (otra vez doctrina Sánchez Melgar).

Dentro de este paquete de medidas tan democráticas, también pretende el gobierno ampararse en el indulto, ley antidemocrática del siglo pasado que no exige motivación jurídica para liberar a los condenados de sus condenas, o, en el peor de los casos, reducir la pena del delito de sedición para su aplicación retroactiva a los condenados del procés. Todo muy bonito, pero Bruselas no pasará la reforma de la ley del poder judicial y ya ha negado que pidiera la reforma de la sedición. En resumidas cuentas, se pretende quitar de en medio a la judicatura porque molesta.

La historia de nuestra democracia, sin embargo, no es la de la arbitrariedad de los jueces, como pregonan algunos de nuestros políticos y ya cala en la gente por ósmosis y porque la ignorancia se propaga como la pólvora, pues piensa ya la calle que tiene un poder judicial fascista cuando probablemente es el más cualificado de los tres poderes y el más ejemplar en su funcionamiento. Porque si algo ha sido la historia democrática de nuestro país es la historia de la arbitrariedad de los políticos y la devolución a la ciudadanía, por parte de los jueces, de la dignidad que nos han hecho perder nuestros representantes. Provéase el lector del recuerdo de lo hecho y de lo destejido por los jueces y luego concluya lo que guste.

Se condenó el golpe del ochenta y uno elevando el Tribunal Supremo las penas que había impuesto el tribunal militar, lo cual en aquel tiempo de asonadas requería valentía; se ha condenado la financiación irregular del PSOE y del PP (casos Filesa Times Sport y los derivados ya conocidos del la financiación del PP en varias comunidades autónomas); aparte, se ha condenado por corrupción pública a todos los políticos de uno y otro signo cuyo afán público ha sido robar a diestra y a siniestra; se ha condenado por terrorismo de Estado a miembros de un gobierno democráticamente elegido (GAL); se ha condenado a banqueros eminentes, con mucho poder; se ha condenado también a miembros de la carrera judicial que se han saltado las reglas del juego atajando el camino formal que lleva a la obtención de lo justo; se ha condenado a centenas de terroristas jugándose el tipo jueces y fiscales, y, finalmente, se ha condenado un golpe de Estado perpetrado, muy finamente, eso sí, desde Cataluña.

¿Quién representa aquí la suma arbitrariedad, entonces? ¿Los partidos o los jueces?