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Vacunaciones forzosas

Imagen de la vacuna de Pfizer. / Reuters

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El tan manido debate entre partidarios y detractores de la vacunación se ha avivado en estos últimos meses por causa del avance en el desarrollo de nuevos tratamientos preventivos para aminorar el impacto de la Covid-19. Varios son los que, en defensa de la vacunación forzosa, aducen que su aplicación ha logrado reducir drásticamente la mortalidad infantil y la prevalencia de determinadas enfermedades de carácter transmisible. En contraste, existen amplios sectores de la población que, en abierta oposición a una inmunización sistemática, insisten en los efectos adversos que puede producir la administración generalizada de vacunas. Con independencia de consideraciones de tipo ético y moral, cabe entender que jurídicamente debe prevalecer el derecho del individuo a optar por la no vacunación sobre el interés general de la colectividad.

Nuestro ordenamiento jurídico no incorpora explícitamente un deber legal de vacunación, por lo que cualquier individuo debe gozar de entera libertad para decidir sobre si vacunarse o no. Además, una interpretación respetuosa con el derecho fundamental a la vida y a la integridad física y moral del artículo 15 de la Constitución Española, debería conducirnos a afirmar que las autoridades competentes no están facultadas para imponer una administración generalizada de vacunas contra el SARS-CoV-2. Que exista una obligación de los poderes públicos de preservar la vida de los ciudadanos no significa que estos puedan interferir coactivamente en la decisión de un individuo de mantener su negativa a someterse a un determinado tratamiento médico.

Los ciudadanos que, con pleno conocimiento del grave peligro para su vida, pero sin riesgo alguno para la salud de los demás, se nieguen a someterse a una vacunación conservan sus derechos para rechazar este tratamiento médico. Esto último resulta trascendental, dado que la vacunación revestirá siempre carácter voluntario, excepto cuando se den supuestos de grave peligro para la salud pública en general. Es decir, que si se probara que la no vacunación de unos implicara un riesgo inminente y extraordinario para el resto de la ciudadanía, el Ejecutivo tendría razones suficientes como para imponer su aplicación. Esa interpretación es la que siguió el Juzgado Contencioso-Administrativo de Granada en 2010, en el que, ante la negativa expresa de unos padres, autorizó la vacunación forzosa de treinta y cinco niños como consecuencia de la aparición de un brote de sarampión en un colegio público en el barrio granadí del Albaycín. El Juzgado entendió que la epidemia sólo podía ser contrarrestada si se vacunaba a la práctica totalidad de los niños susceptibles al sarampión que se encontraban en el barrio.

En similares términos, un sector de la doctrina ha venido entendiendo que existe cobertura jurídica suficiente que avale la obligatoriedad en la vacunación frente al coronavirus, siguiendo el tenor literal de determinadas disposiciones jurídicas aprobadas durante el siglo pasado en España, entre las que cabe destacar la Ley Orgánica 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública o la Ley 22/1980 de modificación de la Ley de Bases de la Sanidad Nacional de 1944. Sin embargo, a pesar de la amplia utilización de estas herramientas legislativas en otros contextos, el encaje jurídico actual para imponer vacunaciones de carácter obligatorio que hagan accesible la inmunización contra la Covid-19 presenta lagunas importantes, derivadas principalmente de una regulación parca e insatisfactoria. El debate debe, por tanto, ir bastante más allá de la respuesta vacilante y ambivalente que ofrece nuestro actual marco normativo.

Uno de los aspectos determinantes para valorar la idoneidad de la vacunación forzosa es en relación con los efectos secundarios y las reacciones adversas que se pudieran producir. La sospecha de que la carrera comercial prevalezca sobre la seguridad de los pacientes disuade de un lado, a muchos ciudadanos renuentes con la efectividad de la vacuna; y, de otro, a los poderes públicos a la hora de imponer su obligatoriedad. Es en este último caso en el que el principio de responsabilidad patrimonial de la Administración podría provocar que las autoridades competentes tuvieran que hacer frente a un gran número de indemnizaciones por exigir la obligatoriedad de un programa de inmunización colectiva que pudiera provocar lesiones o secuelas de cualquier tipo.

Por todo lo expuesto, resulta evidente que una eventual decisión de vacunación obligatoria difícilmente podría fundamentarse en el contexto jurídico actual. Sin embargo, ello no obsta para que no deba articularse un sistema completo de medidas que aclaren el confuso mapa regulatorio existente, teniendo en cuenta criterios de proporcionalidad entre el derecho a la integridad de la persona y la protección de la salud colectiva.