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Partidos políticos y políticos de partido

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Son la clase dirigente del país y de algún modo los señores feudales contemporáneos. Nosotros, solo somos sus vasallos. Detrás del aparente poder que nos confiere el derecho de voto, solo anida un nuevo feudalismo que aplasta la libertad colectiva y el desarrollo de una sociedad civil cuyas aspiraciones cristalizadas en la constitución de mil novecientos noventa y ocho no eran, ni mucho menos, estar sometida a una clase endogámica formada en su mayoría por personas sin más mérito que afiliarse a un partido político.

Ni nos representan ni han demostrado saber dirigir los destinos de una nación moderna anclada todavía en el caciquismo y la orteguiana invertebración histórica que nos impide conformar un proyecto colectivo. Los políticos representan a su partido, son fieles a sus consignas, y obvian nuestra representación. A cambio, se garantizan privilegios, en su mayoría inmerecidos. Obedecen para vivir bien. Pero obedecen a sus jefes de filas en lugar de representarnos e intermediar entre la sociedad y el Estado.

El Estado y la sociedad constituyen los dos polos de la dinámica histórica de cualquier Estado-Nación. La sociedad como nación se configura como Estado desde el siglo XVI. A lo largo de la evolución de Europa, las sociedades democráticas han creado instituciones políticas intermedias que permiten la convivencia. Son los Estados democráticos llamados de derecho, suplentes de los Estados dictatoriales del pasado. Tanto la violencia de la calle, que en momentos claves de la historia puede llegar a ser incontrolable pasando por encima de las leyes, como el gran poder coactivo del Estado, con capacidad para anular la libertad individual y colectiva, componen un juego de vectores cuya fuerza hay que amortiguar. La mejor manera que tenemos para impedir el choque de trenes son las instituciones democráticas que intermedian entre sociedad y Estado. Unas son de orden judicial (jueces y tribunales), pero otras pertenecen al orden político y tienen, como parece obvio, su propia dinámica.

Elegimos políticos cuya única función es anidar en las instituciones para dulcificar la tensión entre sociedad y Estado, lo cual se debería realizar mediante el ejercicio de nuestra verdadera representación en las instituciones políticas. Cuando un político entiende que, siendo él un miembro electo del parlamento, puede arengar a las masas para conseguir objetivos políticos que las mayorías parlamentarias no le dan, demuestra desconocer su función de representación de los ciudadanos.

Pero también pasa cuando vota siguiendo consignas de partido, como si la voluntad de los ciudadanos se identificara necesariamente con la del partido; o cuando, otro ejemplo, vota en conciencia, voto que paradójicamente se identifica con la democracia a pesar del difícil ejercicio de pensamiento político que habría que hacer para identificar la voluntad de la circunscripción electoral entera en la conciencia de un solo diputado. No nos representan, tal cosa no sucede nunca en un sistema electoral proporcional, que es el que tenemos. Representan a su partido y siguen las consignas del partido igual que lo hacían los soviets siguiendo a Lenin, o los diputados de las cortes franquistas siguiendo a un dictador.

La perversión se intensifica si consideramos que los partidos políticos están subvencionados por el Estado y que lógicamente dependen de él, lógica que, sin embargo, nos traslada la ilógica de que los políticos, cuya función es la de representar a los ciudadanos frente al Estado, y reclamar por tanto su libertad individual y colectiva, estén vinculados de por vida a un Estado que les paga la soldada y además les garantiza la pensión máxima de jubilación si se mantienen dos legislaturas consecutivas diciendo amén a todo.

Que los partidos políticos funcionen como estructuras feudales que obvian la representatividad de la sociedad civil –conformada por los ciudadanos que les votan, pero también por los que no–, que tengan a los afiliados como garantes fieles de los propósitos del partido, sean estos conformes a la voluntad soberana del pueblo o no, explica en definitiva que la tradicional polaridad entre Estado y Sociedad Civil haya sido suplida por la perversa polaridad entre Estado y partidos políticos, resultando de esa tensión una proyección que hace prevalecer el conglomerado de los intereses de un solo partido (en caso de sustentar mayoría) o de partidos coaligados (en caso de formación de mayorías parlamentarias) como si fueran lo intereses del Estado.

Son los propios partidos políticos y no la sociedad civil los que en definitiva se encarnan en los políticos provocando su deslealtad con la sociedad que los elige. Debemos ser conscientes entonces, porque este es un problema grave, que los partidos se han hecho con la sociedad y con el Estado y que, por tanto, no somos libres y estamos desprovistos de los recursos para convivir y progresar.

Si queremos ser libres, hemos de quitarles su poder. Ya.