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Emulando a María Gainza

Acantilados de Étretat, Claude Monet.

Acantilados de Étretat, Claude Monet.

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“Llovía como en la Biblia”- El nervio óptico de María Gainza.

En realidad, no llovía, nevaba. Nevaba como en el asedio de Leningrado, que es tanto como decir “como en la Biblia”. Mi amiga Rose-Mary y yo, con nuestras botas de agua y nuestros impermeables, estábamos dispuestas a ir en autostop desde Ruan a ver las famosas falaises, los acantilados blancos de Étretat, y con ello, llevar a cabo nuestro pequeño homenaje a Monet. Claude Monet era para nosotras, aquel año del 69, uno de nuestros dioses paganos. Vivíamos en aquella ciudad extranjera entre Corneille y Flaubert, entre Monet y Camille Sans Saëns, sin olvidar a Juana de Arco: desde el donjon donde se dice que estuvo presa, hasta la place du vieux marché, en la que una cruz en el pavimento señala la hoguera en la que fue quemada. La ciudad era nuestra enciclopedia.

Cada mañana, a punto de amanecer, cruzábamos el puente, recorríamos las calles, casi siempre lluviosas y aún desiertas, y allí estaba la Catedral, tal como la veía Monet. Estaba amaneciendo, y era rosa; había días de sol, y era dorada; había niebla, y era más impresionista que nunca. También había atardeceres rojos. No hacía falta que nos explicaran cómo y dónde nació el impresionismo.

Hacía unos meses, todavía era el 68, que habíamos visitado una exposición de Monet: su serie de las catedrales; su serie de Étretat, su serie de los nenúfares, su serie de paisajes nevados. Y siempre poniendo una exclamación de asombro en cada una de ellas.

Íbamos a Étretat aquel fin de semana de febrero, ese febrero del 69 en el que nevó como en la Biblia. Entonces hacer autostop no era tan peligroso, o por lo menos, a nosotras no nos importaba. Y en vez de llover como siempre, se puso a nevar.

Enseguida las líneas de la carretera y de los caminos se confundieron con los campos de coles y con los pastizales. Algún coche, no recuerdo cómo, nos había dejado allí, en medio de ninguna parte, en un cruce de senderos, donde, al parecer, no quedaba lejos una aldea, un campanario, una granja. Pero sólo veíamos el manto blanco. Mi amiga inglesa lamentaba no haberse traído su abrigo rojo, yo temía acabar como Robert Walser, vestida de rojo o no. Y sí, creo que pensé también en Leningrado. Teníamos frío y hambre, y un poco de miedo.

Veníamos de la catedral con la luz cambiante de los amaneceres, y nos encontramos con La Pie -La Urraca-, uno de sus paisajes nevados. “Creo que Monet nos acompaña o tal vez nos persigue”, dijo mi amiga.

Para Monet, la costa de Normandía fue su fuente de inspiración y su gran amor. “No sé si Étretat se enamoró de Monet o Monet de Étretat”, se dice en la página de turismo. Impuso un gusto nuevo, alejándose de la pintura académica realista y llevando hacia el impresionismo a otros pintores contemporáneos. Y atrayéndolos también hacia esas costas normandas. Étretat, Honfleur, Giverny se pusieron de moda. Y no sólo entre los pintores.

Después de un tiempo varadas en la nieve, nuestras risas del principio dejaron de ser tan sonoras. Por allí no pasaba nadie. Podría llegar algún granjero con su carro. Eso hubiera sido ya para enmarcarlo. La Charrette -El Carro- es su primera pintura de nieve, allá por 1867.

La nieve en Monet no es sólo blanca, consigue un juego de colores ocres o rosas -las sombras ya no son negras-, dependiendo de las variaciones de la luz y sus diferentes matices. Monet impuso, más que cualquier otro contemporáneo, el trabajo au plein air, fuera del atelier. También es innovador en los temas, porque sus cuadros de nieve son paisajes vacíos. Una urraca en una rama, un carro a lo lejos, y el juego de colores cálidos, con sombras que no son sombras, sino luces.

Por fin vimos que desde lejos se iba acercando una mancha oscura. Pronto descubrimos que era un 2CV. El 2CV inspiraba confianza. Tenía fama de que sus conductores eran “gente maja”. En este caso resultó cierto. Nuestro salvador era una pareja maja, de mediana edad. Él se llamaba Luc. Y las dos nos enamoramos de Luc, más bien de la nuc de Luc, que fue nuestra cantinela de complicidad durante un tiempo. Étretat quedaba lejos. Era invierno. Pocos van a Étretat en invierno. La pareja se compadeció de esa inglesa pelirroja y de la petite espagnole, temblando ambas de frío y de hambre, y que andaban obsesionadas con Monet. Eso, como buenos franceses, los llenó de orgullo.

Anochecía, y su casa estaba a unos pocos kilómetros. Nos invitaron. Allí podríamos pasar la noche, comer algo, y secar nuestra ropa entrando en calor frente a la chimenea. La sorpresa fue que su casa, a la que sólo iban los fines de semana, era un castillo bastante destartalado, en medio de un bosque, y del que no pensaban borrar las huellas de anteriores inquilinos forzados, ni el letrero sobre la puerta de entrada en el que estaba escrito con letras muy grandes: Kommandantur. Más sorpresas nos esperaban aquella noche, en ese viejo castillo que los nazis tomaron durante la guerra.