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¿Qué pasa con Rusia?

Vladimir Putin.

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El pasado 20 de agosto el líder opositor ruso Alexei Navalni fue envenenado en Siberia con un agente nervioso conocido como Novichok, lo que ha provocado que la UE haya pedido explicaciones a Moscú, sobre cuyas autoridades recaen las sospechas sobre este intento de asesinato. Como era de esperar, Vladimir Putin permanece impasible ante las presiones internacionales, evidenciando un total desinterés por la UE y sus posibles sanciones así como una férrea determinación para alcanzar sus objetivos políticos tanto en la esfera nacional como en la internacional.

Pero para entender el porqué de la actual acción política rusa, especialmente la acción exterior, es necesario remontarnos al final de la Guerra Fría. El desmoronamiento de la antigua URSS y su apertura a la democracia fue un hito para el orden internacional imperante. El nuevo orden surgido ya no es un sistema bipolar sino un sistema en el que EEUU se corona como hégemon mundial con una indiscutible superioridad militar y económica ahora solamente cuestionada por China.

En este contexto las relaciones de Rusia con la UE y la OTAN son básicamente cooperativas, algo que comienza a cambiar con la llegada al poder de Vladimir Putin en 2000. Su acceso al Kremlin ha supuesto un incremento del nacionalismo y un giro en la política exterior que ha convertido a Rusia en una potencia revisionista que busca su lugar en el nuevo orden internacional. Sin duda a esto ha ayudado el importante crecimiento económico experimentado por Rusia entre los años 2000 y 2004 y la modernización de sus Fuerzas Armadas, pero quizá también la manera que tiene Rusia de entender su relación con sus vecinos y con Europa Occidental.

Desde el punto de vista ruso la ampliación hacia el Este de la Unión Europa y de la OTAN ha supuesto una amenaza a sus intereses. Para Rusia siempre ha sido importante desde un punto de vista geoestratégico alejar sus fronteras, por lo que la inclusión en la UE de países que anteriormente estaban en su órbita es vista como una amenaza dado que la incorporación en la Unión supone. no sólo la aceptación de sus estándares democráticos, sino también de su Política Común de Seguridad y Defensa.

Además, el apoyo explícito de la UE a Ucrania o el hecho de que las Repúblicas Bálticas, objeto del deseo ruso, la República Checa, Hungría o Polonia se hayan adherido a la OTAN son vistas como una clara amenaza. Todo ello ha tenido como consecuencia atrevidas acciones rusas que han oscilado entre actos más o menos encubiertos como los ciberataques a Estonia y Georgia en 2007 y 2008 respectivamente, a el apoyo ese mismo año a los rebeldes de Osetia del Sur, o más recientemente la anexión de Crimea en 2014 o la intervención en Siria en 2015, pero siempre sin traspasar la delgada línea que separa sus actos de un evidente casus belli que propiciase una intervención militar internacional.

Y es en esa zona gris donde se mueve muy bien Rusia, en la que las ahora conocidas como amenazas híbridas son utilizadas con gran maestría por el Kremlin. Pero esto no es algo novedoso, o al menos no debiera serlo, pues ya en 1956, la propia OTAN en una Directiva dirigida a sus autoridades militares, ya avisaba que la entonces URSS buscaría la disolución de la Organización intentando minar los acuerdos de defensa de los Estados miembros y fomentando los nacionalismos. Para ello fomentaría actividades como la infiltración de guerrilleros, insurrecciones, o buscaría influir en la política o la economía de sus rivales. A la luz de los acontecimientos más recientes, parece que más de sesenta años más tarde esa idea permanece vigente.

Ahora la mirada de Rusia está posada en las Repúblicas Bálticas, tres países que tienen una gran importancia estratégica para Moscú y que, además, tienen un considerable porcentaje de población rusa por lo que la preocupación en el seno de la OTAN es evidente. Tan es así que la OTAN mantiene misiones como la de Policía Aérea del Báltico o la Presencia Avanzada- Reforzada en Letonia que, como no podía ser de otra manera, son vistas como una amenaza por el Kremlin.

Por tanto es evidente que las relaciones Moscú-OTAN-UE no sólo son complicadas, sino que han pasado de la cooperación en la década de los noventa del pasado siglo a una abierta competición en la actualidad en una suerte de juego de suma cero. Por ello es necesario para el equilibrio y la estabilidad del Este de Europa, y para el continente en general, que los actores implicados vuelvan a la senda de la cooperación en una búsqueda de equilibrio que garantice un espacio de seguridad en Europa. Para ello será necesario por un lado un cambio en la óptica rusa, algo que se antoja complicado mientras Putin permanezca en el poder, y por otro, la aceptación de que Rusia es una actor importante en el escenario internacional que merece ser tenido en consideración tanto por su peso en el pasado como por su proyección en el futuro.