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De padres a hijos

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Mi buen amigo Pedro Gamarra, hombre de gran intelecto, viaja a Australia como el que se da una vuelta por la Puerta del Sol. No es la primera vez que me dice que por aquellas latitudes la gente posee elevados índices de felicidad. A buen seguro que el concepto del respeto es una asignatura obligatoria en la formación de todo el que nace o se hace por allí. Y ese es uno de los cuatro puntales que soportan la convivencia. Respeto, junto a libertad, educación y amor son la base de la felicidad.

Copiemos de estos ejemplos y dejemos de creer que somos el ombligo del mundo. Aquí, en España, por cuestiones de poca higiene mental, nos esforzamos por todo lo contrario. Eso sí, la culpa es prorrateada. Somos lo que somos, pero también podríamos cambiar con el paso del tiempo y hacer valer nuestras grandes virtudes, más que nada porque, teniendo todo lo bueno que se precisa, resulta que desmerecemos en contenido y en continente. Se nos olvidan nuestras bondades pasadas y lo que es peor, nuestro presente es como si no existiera, aquí por costumbre no heredamos otra cosa que la malformación de lo que ya nada construye. Con este sombrío panorama es difícil evolucionar ni como especie ni como futuro prometedor.

Llevamos muchos años esperando algo que no llega. La clase política de altura ha brillado por su ausencia en los últimos 25 o 30 años. Servidores públicos mediocres, poco instruidos y nada dispuestos para cumplir con el mecenazgo de lo que una sociedad siglo XXI precisa, se han ocupado de marear la perdiz. Unos y otros han resultado un fiasco. Y en este río revuelto echan las redes quienes faenan en caladeros ideológicos de trasnochada imaginería doctrinaria.

Por puro vicio de nuestra historia contemporánea hay costumbre de ir a peor: “No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres”, ha dicho la señora Celaá, actual ministra de Educación. Pues claro, al igual que ustedes tampoco son propietarios de las voluntades ajenas y pretenden arrogarse de ellas.

Resulta curioso como afloran aquí los elementos existencialistas de regímenes sacados de un contexto histórico tan fracasado como pernicioso para la convivencia de las libertades. La igualdad, que debe ser diversa a la vez que plural en intención de oportunidades, nunca ha de ser confiscatoria por parte de un gobierno que se viste de Prada tratando de asombrarnos con un progresismo ataviado de retales.

Y claro, de ello se desprende la sumisión ideológica que preconizan quienes estrechan lazos de consigna. La Declaración de los Derechos del Niño aprobada el 20 de noviembre de 1959 de manera unánime por los 78 Estados miembros que componían entonces la Organización de Naciones Unidas, determina con total claridad: "El interés superior del niño debe ser el principio rector de quienes tienen la responsabilidad de su educación y orientación; dicha responsabilidad incumbe, en primer término, a sus padres".

Tanto a mi hermano Luismi, como a un servidor, nuestros padres nos educaron con una especie de “marsellesa a la madrileña” basada en la libertad, la igualdad y la fraternidad, con algunas dosis de humanismo cristiano. La verdad es que, a día de hoy, hemos sobrevivido con éxito haciendo buenos los valores educacionales impartidos por nuestros progenitores.

Y ahí es donde los padres continuadores de la saga, sacamos pecho para que nuestros hijos, desde su libertad de pensamiento, sean educados en sintonía con la armoniosa salud mental heredada de nuestra familia. Desde siempre me ha parecido detestable el machismo, el racismo y la homofobia, y así seguiré en el empeño hasta que en esta sociedad se imponga el respeto como modelo de convivencia.

Eso es lo que transmito y esa es la verdadera labor de los padres, también la de todos los educadores, y créanme si les digo que para ese viaje no se precisa ninguna imposición política, venga de donde venga, para que los niños y niñas sean educados con otros fines sesgados. A fin de cuentas, todos somos iguales por el hecho de que todos somos diferentes.

No soy ni de pin ni de pum, por lo que las actividades extracurriculares han de ser consensuadas con los padres, quienes ostentan la obligación de velar por la salud física y mental de sus hijos. Es lo menos. Así pues, de igual manera que los padres tutelan a los hijos, el Estado debe hacer lo propio respecto de sus gobernantes, entre otras razones porque el Estado somos los propios ciudadanos.

Yo, sin ir más lejos, vengo pagando mis impuestos directos, indirectos y circunstanciales desde que tengo uso de razón, independiente de quienes hayan gobernado este país en cada momento; de tal manera que estoy en mi derecho de proteger a mis hijos y por añadidura también a mis nietos. Por cierto, no me gusta ningún adoctrinamiento; pero es que yo soy muy raro.