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Duelo invisible

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Te enteras de la muerte de Al cinco años después de que ocurriera. Y pasan algunos más, antes de que supieras cómo.

Le llamas Al, todo el mundo le llama Al (¿Alfonso, Álvaro, Alejandro?), y, como todo el mundo, te llenas de preguntas: cómo, dónde, cuándo, por qué. Quieres saber cosas de él. Eres su amigo de infancia y ahora te esfuerzas en conocer su vida. Buscas indagar en su adolescencia, en su edad adulta, hasta llegar a hoy, que no es hoy, sino hace cinco años. Intentas construir una entidad, un ser completo y cerrado. Justo para etiquetar y guardar. Y tienes razón. Es lo que se hace; cuando alguien muere, la gente repite lo mismo: ¿qué edad tenía?, ¿qué vida llevaba?, ¿dónde vivía?, ¿tenía mujer, hijos? No te interesaste tanto cuando estaba vivo. Ahora deseas recuperarlo, y te arrepientes de no haberlo hecho antes. Siempre pasa. El primer impulso de los vivos ante la muerte, es la culpa de estar vivos.

Preguntas que quedan en el aire. Pero, el aire se cierra, y te faltan palabras e ideas.
Ha muerto Al, y no puedes contener el llanto.

Luego, recibes esas palmaditas de alivio: fue hace cinco años, tenía mujer e hijos; hermanos, parientes. Ya lo habrán llorado, te dicen; y tú piensas que lo más terrible es que, quizá algunos, ya lo habrán olvidado. Demasiado tarde para el duelo.

Pero, para ti, es un muerto reciente, un muerto de este mismo instante, y esperas los ritos inmediatos a la muerte: tanatorio, flores, entierro y esquela en el ABC. Ritos que ya pasaron, o no, pero que tú desconoces, y que te llenan de dudas frente al duelo.
Y, además, ¿de qué te sirve, ahora?

Durante años no supiste nada de él, y no te inquietaba, te dices como disculpa; es decir, que no estaba en tu mundo, formaba parte de otra vida, de otro sitio, de un pasado. Y, de repente, vuelve a ti. Y esa presencia muerta está en tu conversación, en tu tiempo, en tu espacio. Ocupando tu llanto.

Otra vez el tiempo y el espacio, te dices. Lo inabarcable. Como el pasado, que sabes que también es inabarcable.

Pero vuelven, como testimonio, las risas de Al, sus travesuras, sus bromas. Las pequeñas aventuras. Su influencia en ti y tú en él. ¿Todo eso ha desaparecido? Porque hasta ayer mismo seguían siendo sus risas, sus bromas, sus… Alguien muere, y lo suyo deja de ser suyo. Al muerto se le despoja de todo.

Más tarde, piensas que es un muerto antiguo, un muerto definitivo, y tienes que ir cerrando poco a poco las ventanas, los postigos que habías abierto. Puedes transformarlo ya en algo así como en un santo de la era cristiana o en un filósofo de la antigüedad, o incluso en el esqueleto de una necrópolis del neolítico recién descubierta. Sin tiempo determinado, sin lugar exacto, con los interrogantes sin respuesta.

¿Por qué llorar su muerte ahora?

Los muertos se llevan parte de nosotros mismos. Eso lo sabemos. Y te palpas el pecho, las ropas, sacudes las manos, e intentas descubrir qué se lleva Al de ti mismo, o cómo esperas tú guardar algo de él.

Recorres los libros que una vez te impactaron, sin sospechar que te fueran un día necesarios.

El tiempo de un suspiro, dice Anne Philipe. La mujer que atraviesa Francia con el marido muerto, y que sabe que es la última vez que puede abarcar, tocar, materializar y medir en tiempo y espacio el desgarro de la ausencia. Porque más tarde, sólo será ausencia. Inabarcable.

Reabres el libro de Joan Didion, El año del pensamiento mágico. Ese año (el cabo de año); ese duelo de un año, viendo llegar y pasar las estaciones.

La naturaleza ayuda, las flores ayudan, los ritos ayudan, el frío y el calor ayudan; los cumpleaños, las fiestas, las meriendas, las hojas del calendario ayudan. ¿Ayudan? Vuelves a usar interrogaciones. Ese pensamiento mágico es ir podando los deseos que te asaltan, el deseo de volver atrás.

Al murió hace cinco años. No parece el inicio de un duelo. Ya habrá terminado la edad de los duelos, ¿termina alguna vez?

No puedes decir como Peter Handke: …en la noche del viernes al sábado, una mujer, de 51 años…

Y escribir la historia de golpe, a las siete semanas de aquello.

O como Roland Barthes, en su Diario del duelo, día a día, a fuego lento, la memoria de la madre muerta.

O Camus: Mama ha muerto hoy, o ayer.

O Joan Didión: John hablaba; de repente, dejó de hablar.

Te acoges a Montaigne y al elogio a su amigo De la Boetie, muerto joven, su amigo del alma.

O Aquiles, llorando a Patroclo. Esa amistad tantas veces retratada en los libros.
Y un día, dentro de algún tiempo, al preguntarte cómo, vas a oír: Al lo hizo de la forma más banal, esa que está al alcance de cualquiera, ni siquiera usó su arma reglamentaria: simplemente, se arrojó por una ventana.