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Mauthausen

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El sonido de un tren anticipa su llegada a la estación, con unas potentes luces que terminan por imponerse a la densa niebla, los andenes por los que discurre finalizan en Mauthausen, el destino de fin viaje para los cientos de prisioneros de los “nazzis” que viajan en su seno, entre ellos un joven gaditano de 19 años, llamado Manuel Díaz Barranco, conocido como Manolito, “el lentejas”, por aprovechar los restos de esas legumbres cocinadas en agua de mar, que sus compañeros, presos en Argelès-sur-Mer, desechaban. Es 30 de noviembre de 1940, sábado.

Las peripecias de Manuel llegan hasta nosotros, setenta y nueve años después, a través de un estupendo texto compuesto por Pilar G. Almansa, a partir de las grabaciones de éste y de los recuerdos compartidos con su familia, incluida su nieta Inma (González) que aquí interpreta a su abuelo con una naturalidad y un desparpajo, no exentos de unas grandes dosis de emoción, que hacen que su trabajo merezca el sobresaliente.

La historia de Manolito “El lentejas” habla de como, incluso, dentro del horror más atroz, de las condiciones más duras, de estar rodeado de muerte y dolor, de ser expuesto más allá de los límites razonables del ser humano, no hay que perder nunca el afán por el día a día, por sobrevivir, por ser capaz de dar un nuevo paso (y luego otro), por encontrar el hueco para una sonrisa, aunque sea tímida… ¡Por no rendirse!

Manuel decidió en 1939 buscar su futuro más allá de España, y se echó al mar, a nado, en La Linea de la Concepción, camino de Gibraltar, para ser preso sin delito; soldado del ejercito francés sin botas; recluso en Mauthausen sin perder su “guasa” gaditana; enamorado de la mujer de su vida a través de la foto que le mostró, dentro de aquel campo de concentración lleno de horror y miseria, quien a partir de entonces sería llamado por él, y para siempre, “su cuñado”… Para finalmente conseguir evitar que su nombre formara parte de la lista de las 300.000 personas que murieron en aquel campo de concentración y afirmar: “Yo en Mauthausen me salvé porque tuve suerte, porque aguanté y porque lo que pasó allí alguien lo tenía que contar”, para estar con vida cuando las fuerzas norteamericanas entraron en él, el 5 de mayo de 1945.

En el relato que escenifica la propia nieta del protagonista, recreando a su abuelo, Manuel, “el preso 9031” de Mauthausen, no falta ningún detalle, desde las 25 barracas en las que cada colchón era compartido por dos o tres; las etiquetas de colores como identificación grupal, verde para los asesinos, rojo para los presos políticos, amarillos para los judíos, azul para los apátridas (de los que formaban parte los españoles, etc…); los 186 escalones de la escalera de la cantera Winergraben, convertido cada uno de ellos en un mausoleo de los muchos que perdieron la vida en ellos, desfallecidos; los laboratorios de exterminio de Gusen o del castillo de Linz; “los capos”, presos de confianza de los “nazzis”, que con “una miajita de poder” se convertían en peores que éstos; el eslogan que lucía sobre la puerta principal de “el trabajo os hará libres”, que la ternura de Manuel calificaba de “mentira cochina”, ya que el trabajo solo servía para matar; la comida llena de gusanos, los piojos, los constantes recuentos por parte de los vigilantes, el frío… y en medio de ese horror también nos relata los partidos de fútbol que se organizaban, con dos premisas: distraer a los “nazzis” y regatear a la desesperanza.

El estupendo trabajo de Pilar G. Almansa como dramaturga de éste texto, es redondeado con su notable dirección, llena de imaginación y talento, siendo capaz de recrear cada situación de la que se habla en la trama con los mínimos medios: dos postes y una guirnalda, una escalera, una silla plegable y un palo; que se convierten en las literas de los barracones, en las carretillas con las que se trasladaban las piedras en la cantera, en los hornos crematorios y en fusiles. Con el original efecto de varios pares zapatos unidos entre sí, representando las hileras de presos y la potente alegoría de la ausencia de pies en ellos, en símbolo del exterminio. 

Gran trabajo de Inma González para interpretar a su propio abuelo en una experiencia como la que vivió en Mauthausen, que desde el primer minuto de la representación conecta con el público, ganándose su complicidad, con emoción a raudales, en un relato de unos hechos dolorosos, pero que es capaz de compartir sin que perdamos la sonrisa.

Es muy reconfortante encontrar en la cartelera teatral tesoros como ésta obra, muy bien escrita, muy bien interpretada y excelentemente tratada que supone todo un alegato a la vida, y que, como sucedió con la película de Roberto Begnini, “La vida es bella”, nos aporta la prueba de que, incluso, entre las peores condiciones, el ser humano es capaz de abrirse un pequeño hueco al humor y la ternura.

Si no la han visto todavía, no dejen de hacerlo. En Nave 73, los sábados, a las 20 horas.