Dictadoruchos. Aparecen por doquier cual plaga bíblica, en un principio sin ser detectados con claridad por la colectividad. Amparados por un sistema que garantiza su existencia debido a la legítima representatividad de las ideas, usan la Democracia para destruirla. No olvidemos que la democracia implica libertad, libertad que juega en contra de quienes saben que pueden ser expulsados del sistema por méritos o deméritos propios, e incluso ajenos.
La coyuntura socio política actual y, por qué no decirlo, la brutal irresponsabilidad de quienes han regido nuestras instituciones, ampara el renacer de ideologías muy vetustas. Vetustas sí, pero camufladas bajo camisetas en las que se dibujan frases ocurrentes vacías de realidad. Un océano de ciencia con medio milímetro de profundidad.
Tercos como mulas repetimos errores del pasado, quizás sea nuestro sino, o tal vez natural a nuestra propia existencia, yo qué se. La cuasi deidad de turno eleva la voz ante situaciones convenientemente prefabricadas y se erige como líder de movimientos que pueden llegar a colonizar las urnas, generando que auténticos autócratas lleguen a contaminar las instituciones.
El riesgo de polarización ideológica existe, y si surgen representantes de los extremos capaces de entrar en las entrañas de sus afines hasta movilizarles, veremos de nuevo la infinita capacidad del ser humano de odiar.
Ancho es, por fortuna, el camino que se abre por el centro entre los extremos, extremos que, por otra parte, ven ampliadas sus filas con quienes antes no lo se situaban en esos espectros ideológicos. Es sin duda un ejercicio de oportunismo electoralista que traiciona todos los preceptos morales e históricos de sus antaño todopoderosos partidos.
Quien huye de los extremos encuentra su sitio en el centro, y ahí estamos muchos, cada vez más, por suerte.